El dolor es verdad
Es refugio de todo tipo de estafadores, una Rueda de la Fortuna accionada por una mezcla insoluble de dinero y sangre. Con su típica agudeza, John Schulian bautizó el boxeo como “el deporte más cruel”, e incluso los inexpertos pueden apreciar lo conveniente de dicho nombre. ¿Qué se puede decir de un deporte cuyos practicantes más venerados —Joe Louis y Muhammad Alí entre ellos— son igualmente íconos de éxito y sufrimiento? ¿Que el camino al estrellato emerge de un sombrío tráfico de carne, carroña y exhumación? El boxeo en sus peores facetas parece casi inimaginablemente cruel.
Que la gente tenga afinidad por el boxeo, a pesar de su crueldad, es obvio; pero las razones de dicha afinidad son difíciles de determinar. Para preservar su simpatía —aunque más probablemente para justificar sus propios gustos— los devotos defienden el boxeo. Algunos lo defienden como un medio para liberar al pobre de sus grilletes socio-económicos. El legado del recientemente fallecido Emanuel Steward, cuyas proezas en el entrenamiento y la administración ayudaron a muchos chicos a dejar los barrios bajos y convertirse en el foco de atención, es un ejemplo contundente del potencial del deporte en este respecto. Tal razonamiento, sin embargo, no hace ninguna referencia a la crueldad inherente al boxeo. Simplemente intenta justificarla, y puede hacerlo sólo si se argumenta en defensa de su mera potencialidad, pues el boxeo es todo menos un camino seguro al éxito. Más aún, la falsa esperanza puede llevar a la ruina —y es una falsa esperanza alentada por argumentos que dependen de la excepción a la regla. Hay crueldad en ese aliento, en apoyar la visión de una esperanza a menudo nublada a golpes.
Recurrir a la historia es otra táctica común para defender el deporte. Boxear es un deporte antiguo, dicen, y esto solo sirve como una prueba de su mérito. Ha sufrido de persecución legal, de la mano virulenta del crimen organizado, de la tragedia entre las cuerdas y de la marginalización en los medios impresos y la televisión. Y aún así, el deporte persiste. El que términos como “nocaut”, “contra las cuerdas”, “aguantar los golpes” hayan sido apropiados por el vocabulario común sugiere que, por más repugnante que sea, es improbable que el boxeo vaya a abandonarse en un futuro próximo. La violencia siempre encontrará una audiencia. Y aunque el visto bueno de la historia pueda ayudar a su sobrevivencia, es difícilmente una defensa satisfactoria cuando es tu hermano, tu padre, o tu marido el que está siendo apaleado y explotado como mercancía.
La libertad personal es otro ángulo popular para defender el boxeo. La gente es libre de practicarlo, dice este argumento, y por lo tanto cómplice de los males que le sobrevienen. Pero si el trayecto al ring es uno de los únicos caminos a seguir por los desprovistos, ¿entonces qué tan libre es uno de escogerlo? Los apologistas argumentan que la gente es libre de preferir sus intereses, pero eso es un sinsentido. Mientras que podemos nutrirlo, no escogemos lo que nos gusta, justo como no escogemos lo que nos disgusta: estamos inclinados de un modo u otro mucho antes de articular esta inclinación. Pero revisemos este argumento de elección y libertad nuevamente. En ningún lado se enfoca en la crueldad en el boxeo. ¿Es esta ausencia una admisión implícita de que, en efecto, la crueldad no puede ser justificada?
Una aproximación más honesta a la presencia de la crueldad en el boxeo es conceder la fealdad, “reconsiderar la crueldad y abrir los ojos”, como sugiere Friedrich Nietzsche. Para Nietzsche, el romano en la arena, el cristiano en los éxtasis de la cruz, el español en el auto de fe, son ejemplos todos de indulgencia voluntaria ante la crueldad. El ring de boxeo no es la excepción. ¿Qué más puede ser para aquéllos que celebran el drama de una vida potencialmente truncada, aquéllos que aclaman apasionadamente por la destrucción de otro hombre, y que en su entusiasmo aceptan las pútridas maquinaciones que engendran las peleas profesionales, sino indulgencia ante la crueldad? No hay manera de mitigar la crueldad en el boxeo porque es precisamente esta crueldad —santificada en el lenguaje y espectáculo del deporte— lo que nos hechiza.
¿Por qué, entonces, nos atrae el boxeo? No puede ser simplemente un ánimo de competencia, ya que la competencia no tiene que ser cruel. Tampoco el nacionalismo es una respuesta suficiente. Aunque es un tema dominante en el boxeo, el nacionalismo no siempre conlleva a la crueldad. La Copa del Mundo y otras competencias globales dan amplia oportunidad para mover banderas sin ser partícipes de la crueldad. La conexión necesaria con lo cruel también está ausente del argumento que dice que el entusiasmo racial puede explicar el atractivo del boxeo. No, su atractivo va más allá que la competencia y el orgullo nacional o racial, más allá que la esperanza y la historia.
En su ensayo, Violencia, violencia, Ted Hoagland escribe: “el atractivo del boxeo es su drama y su gracia, una gracia tempestuosa que asciende a un ballet improvisado, exigente.” Uno se imagina a varios entusiastas del boxeo avalando esta explicación. El deporte alcanza su cúspide cuando la acción es rica en drama y la paga del espectador a su máximo. El segundo adjetivo de Hoagland es más jugoso: que la “gracia” del boxeo contiene mucho de su atractivo. Hoagland usa la gracia como un criterio estético, y la introducción de la estética a la discusión revela mucho acerca de la psicología de los fanáticos del deporte. Para nuestro propósito la estética puede incluir tanto la belleza del combate como el mérito artístico de aquellos elementos de la pelea que pueden ser evaluados técnicamente (tales como la forma del peleador, su habilidad de adaptarse y la eficacia de su estrategia).
Tanto la estética como la apreciación técnica del boxeo sirven como algún tipo de artificio. El filtrar el deporte a través del lente artístico y del análisis técnico —qué es “la dulce ciencia” sino un irónico eufemismo— son dos maneras de cómo los entusiastas del deporte reconcilian la sed de sangre con la corrección. Pero a pesar que este intento de reconciliación es suficiente para aplacar sensibilidades modernas, no puede limpiar del todo al deporte, ya que el boxeo, tanto en su historia como en su desiderata, desafía tal limpidez.
Al apreciar una pelea estéticamente, uno glorifica la violencia y sus consecuencias. El lenguaje de lo estético supone aislar al que aprecia de su enfrentamiento con la realidad, engañándolo a pensar que es una perspectiva más alta y refinada con la que disfruta ver a hombres aturdirse los cerebros. Pero este lente no mitiga la brutalidad del evento. Más aún, a los asuntos más brutales se les atribuye el mayor valor estético. La salvaje primera pelea entre Arturo Gatti y Mickey Ward, por ejemplo, es mencionada con tonos reverenciales a pesar de que la maestría boxística no es precisamente el mérito de ambos contendientes. Incluso el analista técnico piensa que interpreta esta dolorosa fisicalidad desde la distancia. Aquí, una nariz rota es producto del posicionamiento, o del ritmo, o de haber capitalizado errores. Hay verdad en estas observaciones: los boxeadores sí establecen estrategias. Pero el analista, como sea que trate de intelectualizar la contienda, es guiado en sus observaciones por un interés en un deporte fundamentalmente cruel.
Si la pregunta de por qué la gente se siente atraída hacia el deporte más cruel encuentra algo de dirección en el uso del artificio, la pregunta se convierte entonces en: ¿A quién queremos evadir con este lente estético? Y, ¿por qué?
En su ensayo El deporte más cruel, Joyce Carol Oates llama al boxeo “una imitación estilizada de un combate a muerte.” Es un equivalente de la lucha humana en términos de vida o muerte donde, mientras más cercana sea la proximidad de la muerte, mayor el mérito de la contienda. Este mérito depende de la presencia de la brutalidad, la cual infiere un placer atávico en el guerrero y en lo que Oates denomina “el triunfo del genio físico”. El linebacker que entierra al corredor en el césped, el delantero que clava la bola a pesar de ser cubierto por el defensa, el pitcher que congela al bateador con una bola rápida, son todos ejemplos del triunfo del genio físico. Para el entusiasta del boxeo, sin embargo, estas proezas palidecen en comparación a lo que se logra cuando un hombre con el torso desnudo, manos enguantadas y malas intenciones pone de espaldas a su oponente. Pero el placer en esta actividad no puede conseguirse sin suprimir —por lo menos durante 48 minutos— la consciencia formada por valores modernos. Sin esta supresión la intención del boxeo y sus brutales manifestaciones repulsarían, como a menudo lo hacen, a las sensibilidades modernas. Aquí es donde el artificio moderno se vuelve tan valioso. Ofrece un medio para evadir la angustia de la consciencia moderna clasificando al deporte más cruel como un arte —y el arte es aprobado sin importar cómo y a quién ofenda.
Para el abolicionista, esta supresión es imposible. En la sociedad moderna el deporte más cruel debe ser tabú. Pero para los fanáticos del boxeo, la supresión temporal de los valores y la consciencia modernos es tan deseable como posible. Y es un recordatorio de que la humanidad, por sobre todos los adornos de la civilización, aún exalta al conquistador; que sin importar la iluminación de la modernidad, es la antigüedad, y un estómago para lo cruel, lo que la inspira. Con la trayectoria directa de un jab, el boxeo presenta un camino de vuelta a un mundo sin las restricciones de los valores puritanos, el humanismo y la supremacía de la razón —todos ellos símbolos de la modernidad. El boxeo acepta el dolor como una herramienta pedagógica; hace de la búsqueda de la superioridad y de la capacidad de distanciarse el otro, una virtud. Quizá parte del atractivo del boxeo radique en que su crueldad apela a la visión atávica.
“El dolor es verdad; todo lo demás está sujeto a la duda”, dice el Coronel Joll en Esperando a los bárbaros. Es un enunciado que uno puede imaginar rayado sobre la pintura descascarada de una pared de gimnasio. El boxeo, como cualquier campo de pruebas, proporciona verdad, y esta verdad tiene la credibilidad adicional de ser forjada por el dolor. Cuando un hombre es golpeado por los puños de otro, el espectáculo atrae no sólo por su violencia —y el triunfo del genio físico— sino también por su credibilidad epistémica. Es una credibilidad que aumenta por el dolor. La verdad que se encuentra entre las cuerdas es primaria; en su inmediatez se presenta sin mediación psicológica alguna. Aunque no cualquiera ha sufrido ante las manos articuladas de un boxeador, todos están familiarizados con el dolor. El dolor es innegable —no lo cuestionamos, no dudamos de él. Si el dolor es en efecto verdadero, si el Coronel Joll está en lo correcto, entonces el ring promete verdad.
Incluso en los casos en que la autenticidad del evento podría cuestionarse, la verdad de lo que se aprende es seguro. Las malas decisiones, por ejemplo, a pesar de recompensar al peleador equivocado con la victoria, también ofrecen verdad, la verdad de que una injusticia ha sido cometida, que tales injusticias son posibles en el deporte, y que la forma más eficaz de lograr la victoria es la más violenta, y que por ello el deporte es, sin lugar a dudas, cruel. Ejemplos menores de estas verdades incluyen al peleador que sonríe tras recibir un gancho al hígado y cuyo dolor es traicionado por su intento de enmascararlo, o la desganada súplica del peleador derrotado que desea continuar incluso después de la intervención final del réferi. En casos como éstos, uno puede cuestionar la autenticidad del evento al mismo tiempo que se adquiere verdades acerca del deporte, de los participantes, y, por supuesto, de la audiencia. Este valor epistémico contribuye al atractivo del deporte. Tal vez el boxeo, despojado de sus laureles, es, en parte, una manifestación de nuestro deseo de saber. Queremos celebrar la fuerza descaradamente, queremos la dura verdad, la cruda realidad; queremos la autenticidad del dolor así como la nuestra propia. Y es en el boxeo, en el deporte más cruel, donde encontramos satisfacción.
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