Fue una combinación de derecha e izquierda la que dejó sin el “uso de la palabra ni del pensamiento” a su adversario, el elegante Salvador Esperón. Atrás quedaban siete rounds en los que Esperón parecía llevar la delantera a su contrincante, Fernando Colín.
Lastimado por la
Fue una combinación de derecha e izquierda la que dejó sin el “uso de la palabra ni del pensamiento” a su adversario, el elegante Salvador Esperón. Atrás quedaban siete rounds en los que Esperón parecía llevar la delantera a su contrincante, Fernando Colín.
Lastimado por la combinación Esperón regresó tambaleante y casi insconciente a su esquina, donde Jack Salazar y José Juan Tablada lo recibieron en brazos a fin de reanimarlo y ponerlo en condiciones de continuar. El golpe de Colín, sin embargo, había sido decisivo. Más tarde se revelaría que la quijada de Esperón se encontraba fuera de lugar y que probablemente se habría mordido la lengua, causa de la sangre que le impedía hablar. En tales condiciones apenas pudo balbucir que le era imposible continuar. Entonces Salazar y Tablada intercambiaron opiniones. El poeta tomó la esponja y la arrojó al piso, hacia el réferi. La pelea había llegado a su fin.
Fuera de la ley, secreta y breve, aquella pelea fue la primera de trascendencia en el naciente boxeo mexicano. Para quienes la presenciaron, aquel 17 de noviembre de 1905, el resultado había definido al mejor boxeador mexicano y anunciado, por vez primera, a un campeón nacional en la categoría de peso ligero. La pelea sería también una curiosa premonición del boxeo mexicano. El fajador había vencido al esteta a fuerza de pelear con ”cada pulgada de su cuerpo”, como dijera Tablada. En las décadas siguientes una serie de boxeadores mexicanos repetiría su hazaña al imponer la voluntad sobre la técnica de sus oponentes. La fiereza mexicana se convertiría en método de sobrevivencia, luego en estilo y, finalmente, en tradición.
El contexto
A finales del siglo XIX el boxeo en México era inexistente. “El grupo en el poder parecía estar tan hastiado de sangre,” dice Luis González, “que no la quería ni en la arena ni en el palenque.” Así, desde 1877 varios estados comenzaron a prohibir las corridas de toros, las peleas de gallos y otras expresiones de la diversión popular. Y por supuesto, las peleas por dinero se vieron como una expresión barbárica por completo ajena al progreso, el orden y la civilidad que tanto se ansiaba.
No obstante, en los salones de clases acomodadas eran comunes y muy bien vistas las exhibiciones y prácticas de tiro, florete, y pugilato. En 1878, por ejemplo, Ireneo Paz, abuelo de Octavio, participó en una práctica de tiro y pugilato en la casa del reconocido maestro Cavantous, en la cual sobresalió Don Pedro Quintero, quien desde entonces daba clases de florete, sable, puñal y pugilato a precios módicos. Para aquellos caballeros la práctica de estas artes de combate representaba una alternativa civilizada a los duelos con pistola que seguían siendo la vía más expedita para resolver un asunto. Eran expresiones elegantes, además, y mientras dos pugilistas exhibieran el arte antes que la crueldad motivada po el dinero de los apostadores, una exhibición así podía ser contemplada por altos funcionarios, como el mismo presidente de la república, Porfirio Díaz, o el gobernador del Distrito Federal, que llegaron a acudir a veladas en las que se dieron este tipo de exhibiciones.
Fuera de ese ámbito de protección y elegancia, no es difícil comprender que una sociedad como la mexicana viera con cierto horror esos “toros à la inglesa”, en la que dos hombres intercambiaban golpes, mordidas y retortijones hasta que uno de los dos no podía más. Además, en aquellos años el boxeo no había evolucionado en el espectáculo que pocos años más tarde atraería a multitudes. A pesar de que las Reglas del Marques de Quensberry se habían publicado en 1861, el boxeo de las décadas de 1870 y 1880 seguían bajo el dominio de las reglas del boxeo a mano limpia, y a tal grado que John L. Sullivan, adhieriente de los guantes y de las reglas del Marqués, tuvo que pelear a mano limpia por el campeonato de los pesados. Dichas peleas podían durar horas y decenas de rounds porque cada uno de estos terminaba en cuanto un combatiente caía y porque los treinta segundos que había entre round y round permitían a un hombre recuperarse y volver a la pelea. Tales encuentros incluían movimientos de lucha, con los cuales un pugilista tiraba al otro y caía sobre él, y llaves, que solían provocar brazos rotos, así como toda clase de marrullerías que hoy día llevarían a la descalificación. Así, la clásica pose que hoy vemos en ilustraciones victorianas, con la guardia larga y el peso en la pierna trasera, era obligada si se quería evitar este tipo de agarres. Más aún, sin guantes que protegieran las manos los golpes directos y duros eran poco comunes, y el nocaut, por lo tanto, una auténtica rareza. Por ello los viajeros que viajaban a Inglaterra relataban con horror estas peleas que no llegaban a su fin sino hasta que uno de los contrincantes era incapaz de acercarse a la línea central.
En México la indignación era la misma. Con cierta frecuencia los periódicos publicaban los artículos de estos viajeros, españoles y franceses principalmente, en los que se criticaba a la alta sociedad inglesa por ser tan aficionada al pugilato y, al mismo tiempo, tan críticos con las corridas de toros. Siguiendo el ejemplo de Estados Unidos, varios estados en México prohibieron, si no las exhibiciones de boxeo, sí las peleas por dinero en las que apostadores y mafiosos querían hacer valer sus reglas. Para las autoridades porfirianas, el boxeo debía representar un gran salto atrás en el proceso civilizatorio que tanto ansiaban y no dudaban en ejercer la fuerza con tal de impedir una pelea profesional. Quizá el caso más famoso fue el enfrentamiento, en 1896, de Bob Fitzsimmonds contra Peter Maher. Puesto que la pelea no podía llevarse a cabo en el estado de Texas, los organizadores buscaron una alternativa y la encontraron en un sitio al sur del Río Bravo, cerca de Langtry. Texas. El lugar era perfecto porque impedía la actuación de los rangers de Texas y porque dada su ubicación sería muy difícil que las tropas porfiristas pudieran arribar a tiempo e impedir la pelea. A pesar de que Maher era un campeón nominal, aquella fue la única vez que se llevó a cabo una pelea de campeonato mundial de pesos pesados en territorio nacional.
A principios del siglo XX el arribo de la nueva cultura física comienza a despertar curiosidad por el boxeo en algunos sectores de la sociedad mexicana. Ya no era raro que en clubes o salones hiciera su aparición uno que otro boxeador y que se le reconociera por la asertividad con que mostraba su oficio. Kid Mitchell, uno de los maestros más constantes que tuvieron los fifís de aquellos años, podía hacer su aparición aquí y allá y querer demostrar a la primera sus habilidades como pugilista. Si antes los maestros de combate ofrecían clases de varias disciplinas, en aquellos primeros años del siglo XX una serie de boxeadores llegó a México a dar clases y exhibiciones en clubes y gimnasios. Para los jóvenes mexicanos de buena posición, con el suficiente tiempo libre como para poder pasar las tardes en el club o en el gimnasio, el boxeo estaba lejos de ser una profesión y la mayoría de los encuentros que disputaban eran exhibiciones de unos pocos rounds.
Sin embargo en los clubes más importantes de aquellos años, el Ugartechea y el Olímpico, los asiduos estaban de acuerdo en que Salvador Esperón y Fernando Colín eran sin ninguna duda los pugilistas mexicanos más avanzados.
La pelea
Según José Juan Tablada, fue un grupo de entusiastas, socios del Ugartechea y el Olímpico, el que se acercó a ambos boxeadores a fin de sugerir un match que decidiera de una vez por todas quién era el mejor boxeador mexicano. No existía nada parecido a una organización nacional que validara el encuentro, mucho menos se contaba con la avenencia de las autoridades o siquiera con un precedente histórico. En la historia deportiva mexicana no había nada semejante a un campeón nacional.
Oriundo de Monterrey, Fernando Colín viajó con su familia a la ciudad de México cuando aún era niño. Probablemente nació en 1881. Sus primeras lecciones de boxeo las recibió de un profesor llamado Enrique Méndez y muy poco tiempo después, al menos desde los 18 años, se le comienza a ver en exhibiciones de pugilato y esgrima, siempre entre los primeros lugares. Hacia los 20 años enfrenta ya a boxeadores extranjeros, a quienes vence gracias a su poderoso golpeteo. A pesar de que se ha repetido que la primera pelea de Esperón contra Colín fue en 1904, algunos periódicos mencionan que en 1900 Colín le ganó por primera vez en el Salón Verdi, una victoria que sin embargo no fue lo suficientemente decisiva como para asegurar la superioridad de uno sobre el otro.
Su oponente, Salvador Esperón de la Flor, nació en Oaxaca el 16 de abril de 1879, en el seno de una familia con fuertes conexiones políticas –al parecer rama oaxaqueña de la descendencia de Moctezuma II. Tras venir con su familia a la capital estudió en el Liceo Fournier (uno de sus compañeros fue el hijo del poeta Juan de Dios Peza) y más tarde en la Escuela Nacional Preparatoria. Al igual que Colín comienza desde muy joven a participar en exhibiciones de pugilato y luego a entrenar seriamente en el gimnasio del Colegio Militar, bajo la guía del profesor Emilio Lobato.
Al momento del reto Esperón y Colín tenían sin asomo de duda las mejores credenciales en el pequeño mundo del pugilato mexicano. Sólo quedaba saber quién era, de una vez por todas, el mejor boxeador mexicano del momento.
Tras discutirlo se pactó que la pelea se realizaría el 15 de noviembre de 1905 en el patio del Club Cosmopolitan, cuyas instalaciones permitirían acomodar sillas para 500 personas y admitir de pie a otra cantidad igual. Bajo las reglas del Marqués de Quensberry los boxeadores usarían guantes de cinco onzas y pelearían 20 rounds de tres minutos con un minuto de descanso. La bolsa para el vencedor sería de 1500 pesos.
La noticia del encuentro se extendió pronto por la capital. Con anterioridad había habido eventos deportivos importantes pero ninguno como el que enfrentaría a los mejores pugilistas del momento y que coronaría, entre la prensa y los entusiastas, al primer campeón de México. Durante años se había oído hablar de campeones extranjeros, Sullivan, Fitzsimmonds, Jeffries, y se seguían sus andanzas en Estados Unidos e Inglaterra. Era un deporte bárbaro pero como todo lo prohibido sus retos y apuestas no dejaban de producir fascinación.
A pocos días de la pelea los 500 asientos ya estaban vendidos. En declaraciones a la prensa Colín dijo que nunca había estado en mejor forma física en su vida y no dudaba que saldría con la victoria. Esperón, por su parte, esperaba que su juego de pies fuera factor para salir con la victoria. Aún así era difícil predecir el resultado de una pelea tan pareja y eso sólo animaba la discusión. Colín se había demostrado como un fuerte pegador, capaz de recibir castigo y su único punto débil eran los golpes al cuerpo. Con su mayor movilidad se pensaba que Esperón podría penetrar su guardia y obtener una mayor ventaja.
El día de la pelea mil espectadores llenaron los asientos y los lugares cercanos al ring. A las ocho de la noche no cabía un alma en el patio del Club. Reporteros, fifís, funcionarios y simples aficionados esperaban con expectación lo que habría de suceder. Pero entre el público, sembrados aquí y allá había numerosos gendarmes cuya misión era prevenir el encuentro entre Colín y Esperón. El resto del programa, exhibiciones de lucha y boxeo de pocos rounds, podía llevarse a cabo siempre y cuando el match principal no se llevara a cabo. Viendo que sin el encuentro principal la noche no tendría sentido, el resto de los pugilistas y luchadores decidieron que no darían función. Decepcionada, la gente comenzó a abandonar el club. El boxeo mexicano comenzaba a hacer historia pero la salvaguarda de las buenas costumbres, en este caso el gobernador del DF Guillermo Landa y Escandón, lo impedía.
La ironía quizo, sin embargo, que la pelea se llevara a cabo en la casa del mismísimo gobernador, cuyo hijo, Pablo Escandón, era un entusiasta empedernido del boxeo. Arreglados los detalles, cien personas escogidas conocieron el santo y seña del encuentro y se dirigieron a la casa de los Escandón, por la actual zona de Puente de Alvarado. La fortuna quiso que la esposa del gobernador tuviera una fiesta y que durante algún tiempo la entrada de varios coches a la casa no llamara la atención. Tablada asegura que las señoras quisieron alertar por teléfono a las autoridades pero que Pablito se había adelantado y cortado las líneas telefónicas.
Así, todo dispuesto y ante un grupo de lo más selecto, Salvador Esperón emergió acompañado de Jack Salazar y del “representante del club Ugartechea”, José Juan Tablada. Minutos más tarde Fernando Colín subió al ring acompañado por su entrenador, Kid Mitchell, y un peleador con el singular apodo de Kentucky Rosebud.
La pelea fue una guerra, no menos que cualquiera de los combates que han hecho del boxeo mexicano una atracción mundial. Desde el primer round ambos peleadores salieron a imponerse. A decir del réferi López, y de los golpes que lanzó al costado izquierdo de Esperón, la estrategia de Colín era atacar al cuerpo. A pesar de ello, fue Esperón quien prevaleció en ese y los siguientes rounds. Hubo muchos clinchs y golpes volados. A la distancia Colín era más efectivo debido a su mayor alcance y poder, pero durante el clinch Esperón mostraba su maestría al usar su mano libre para libre para castigar a Colín, en recuerdo, quizá, de aquellos tiempos en Oaxaca cuando Esperón y otros niños se enfrentaban a golpes siempre tomados de una mano. Así, en el infighting, por cada golpe de Colín, Esperón conectaba dos. En el cuarto round Esperón atacó con furia y un golpe en el cuerpo hizo que Colín cayera extendido sobre el suelo. Pero el tirmo había sido demasiado y Esperón fue incapaz de terminar con su rival. La pelea, sin embargo, parecía estar cada vez más de su lado, y confiado regresó a su esquina sonriente, casi hablador. José Juan Tablada menciona que Esperón peleaba con tanta confianza que durante la pelea hablaba con la gente de ringside. Pero es difícil imaginar que hubiera subestimado tanto el poder de Colín, bien conocido por todos, y que no se hubiera preocupado teniendo en cuenta que se había entrenado durante tres largos meses. En el quinto round Colín volvió a atacar el cuerpo, nuevamente el costado izquierdo, pero Esperón contestó con fuertes golpes que le valieron el round. El sexto fue cerrado, con muchos clinchs de por medio, pero un round para Colín, que parecía recuperarse del castigo y estar cada vez más cerca de Esperón. Para el séptimo ambos contendientes salieron con renovadas energías. El round fue parejo hasta que faltando treinta segundos se trenzaron en un abrazo. Al salir del clinch Colín se colocó en posición y lanzó una terrible derecha que mandó a Esperón contra las cuerdas, en la cuales rebotó solo para que Colín conectara esta vez con la izquierda, mandando a Esperón al piso. Éste logró colocarse con una rodilla en tierra, atontado. En dos ocasiones hizo un intento por levantarse y finalmente lo logró en el tercero. El público gritó que Esperón no había superado la cuenta pero el réferi, que se encontraba de rodillas, vio claramente que la rodilla de Esperón se había separado del suelo por lo menos unos treinta centímetros. Así que viéndolo de pie Colín se lanzó sobre su oponente y conectó duros golpes en el cuello y el cuerpo. Nuevamente Esperón fue a dar al piso, esta vez bajo las cuerdas. El réferi comenzó la cuenta de protección pero al alcanzar el 8 se escuchó el grito de ¡Time!
Sus ayudantes lo llevaron a la esquina e intentaron reanimarlo. Era inútil. Con la quijada lastimada y la sangre impidiéndole la respiración, sería un homicidio mandanrlo de vuelta al ring. Así, la esponja voló al centro del ring, dando por ganador a Fernando Colín.
Colín dijo que debía la pelea a sus entrenadores, en especial a Kid Mitchell. “Pensé que sería más fácil,” dijo al Mexican Herald. “Y me sorprendió mucho la inteligencia que mostró Esperón. Tuve que hacer un esfuerzo muy grande para superar el cuarto round.” Esperón dijo que había sido vencido justamente. Estaba seguro de que ganaría la pelea pero había subestimado la habilidad y el poder de pegada de su oponente.
El mismo Mexican Herald anunció com bombo y platillo que Colín pasaría a la historia como el primer héroe del boxeo mexicano en un deporte que ha “endiosado a Aquiles y otros héroes de Grecia, para no hablar de Tom Sayers [a quien se le atribuye haber peleado la primera pelea de campeonato a puño limpio], Jim Jeffries y otras celebridades de los tiempos modernos.”
Y si bien la pelea fue motivo de mucha atención por parte de la nueca afición deportiva, también fue motivo de críticas debido a la manera en que se había realizado, por lo que el gobernador del DF impuso una multa de cien pesos a ambos peleadores.
En su reporte, el periódico El Tiempo externó su preocupación de que varias personas hubieran visto “el principio de una nueva y bárbara diversión, que no es difícil llegue a extenderse y arraigarse en México, como en Inglaterra y Estados Unidos.” Y citaba al novelista español Juan Valera, cuyas opiniones son casi un reflejo de las opiniones que hoy en día tiene un novelista como Pérez Reverte: “Dignas de la epopeya son tales luchas; pero no se puede negar que son brutales y harto impropias de la civilizada y filantrópica edad en que vivimos.”
Los editores de El Tiempo no tenían manera de saber que sus palabras resultarían proféticas. En quienes lo presenciaron, aquel encuentro había despertado el entusiasmo por una actividad que ofrecía drama, emoción y sorpresas.
***
Para Fernando Colín y Salvador Esperón aquella pelea tendría consecuencias muy diferentes. Atleta consumado, Colín se retiraría como campeón dos años más tarde, prefiriendo dedicar su talento en exhibiciones de esgrima y hasta de novillero, antes que seguir en el boxeo y arriesgar aún más sus ojos. Para Esperón esa pelea y las subsecuentes dejarían una honda huella, a veces en la forma de la decepción, pero también una gran experiencia que con los años lo transformarían en un profesor del boxeo y en el autor del primer manual de boxeo. Como impulsado por la derrota que acababa de sufrir en una pelea histórica en todos los sentidos, se embarcó en una presecución pública de Colín para efectuar la revancha, sin éxito, y en una serie de exhibiciones en varias partes del país. Sus encuentros con Kid Mitchell y Carlos Tijera, una de las nuevas promesas del boxeo mexicano, serían en particular humillantes. A pesar de ello, y como retando a sus críticos, Esperón continuó en el mundo del boxeo en exhibiciones, como entrenador y como réferi. Su récord, a decir del propio Esperón, es de 41 peleas ganadas y 2 perdidas. Su última pelea fue contra el mexicano Mike Febles, uno de los pioneros del boxeo en Cuba, y a quienes muchos atribuyen el origen del boxeo mexicano.
Con los años Esperón fue profesor de boxeo en el Colegio Militar de la Escuela Nacional de Jurisprudencia del Estado Mayor Presidencial, en el Club Deportivo Internacional de la YMCA; en la Escuela Militar de Aeronáutica; en la Escuela Nacional Preparatoria, así como entrenador del Equipo de Box de la Comisión Nacional de Irrigación y uno de los fundadores de la Comisión de Box del Distrito Federal.
Finalmente, en 1945, Esperón sintetizaría su experiencia en un libro llamado El boxeo científico (por que «los boxeadores son incapaces de escribir y los escritores no saben nada de boxeo») con el que deseaba facilitar el aprendizaje a grupos escolares y hacer así popular “el más varonil de todos los deportes”. En El boxeo científico Esperón se queja de los gimnasios que reciben a esos jóvenes valientes que son “entrenados” y finalmente lanzados al ruedo por mánagers improvisados. “… desde que en 1912 Patricio Martínez Arredondo fundó en México la escuela del valor, todos nuestros boxeadores han seguido por espíritu de imitación el mismo camino, con más o menos suerte, pero sin tratar de corregir siquiera la mala posición de sus brazos, y obedeciendo casi todos a un proceso infantil tan falto de habilidad para la defensa como de malicia y de firmeza para el ataque.” “Y hoy,” agrega, “tras de haber intentado veinte veces enseñar a boxear, como he dicho ya, a profesionales que hubieran cuadruplicado su destreza en muy poco tiempo, y a quienes los managers impidieron siempre todo contacto conmigo (podría yo citar muchos casos llenos de incidentes curiosos) me decido al fin a publicar este tomo sin pretensión alguna, y esperando tan solo que sea para el bien del Boxeo Nacional y en pro de nuestra Raza a la que hace tanta falta el deporte.”
Tenía 66 años cuando escribió estas líneas. En su manual salen a relucir los estilos de Jim Jeffries, Jack Dempsey, Willie Pep y tantos otros. Al tanto de cada uno de los movimientos del boxeo, su idea era esencialmente contraofensiva y lo que algunos entrenadores suelen llamar hoy en día “clásico”, es decir el entendido de que cada movimiento tiene una respuesta y una contrarespuesta.
Como si validara el desprecio de las clases altas por el boxeo, El boxeo científico queda como una de esas piezas singulares que nunca lograron encajar en la historia del boxeo mexicano, ni como influencia en su momento ni como literatura del deporte. Es sin embargo el primer manual científico del boxeo mexicano escrito por uno de sus más talentosos practicantes.
Antes que Mike Febles, Luis Ordaz, Fernando Aragón, Battling Shaw y tantos otros, Salvador Esperón, Fernando Colín, Carlos Tijera y extranjeros como Kid Mitchell, Kid Lavigne y Jim Smith, el Diamante Negro de Guanajuato, conformaron la primera generación del boxeo profesional mexicano.ación Esperón regresó tambaleante y casi insconciente a su esquina, donde Jack Salazar y José Juan Tablada lo recibieron en brazos a fin de reanimarlo y ponerlo en condiciones de continuar. El golpe de Colín, sin embargo, había sido decisivo. Más tarde se revelaría que la quijada de Esperón se encontraba fuera de lugar y que probablemente se habría mordido la lengua, causa de la sangre que le impedía hablar. En tales condiciones apenas pudo balbucir que le era imposible continuar. Entonces Salazar y Tablada intercambiaron opiniones. El poeta tomó la esponja y la arrojó al piso, hacia el réferi. La pelea había llegado a su fin.
Fuera de la ley, secreta y breve, aquella pelea fue la primera de trascendencia en el naciente boxeo mexicano. Para quienes la presenciaron, aquel 17 de noviembre de 1905, el resultado había definido al mejor boxeador mexicano y anunciado, por vez primera, a un campeón nacional en la categoría de peso ligero. La pelea sería también una curiosa premonición del boxeo mexicano. El fajador había vencido al esteta a fuerza de pelear con ”cada pulgada de su cuerpo”, como dijera Tablada. En las décadas siguientes una serie de boxeadores mexicanos repetiría su hazaña al imponer la voluntad sobre la técnica de sus oponentes. La fiereza mexicana se convertiría en método de sobrevivencia, luego en estilo y, finalmente, en tradición.
El contexto
A finales del siglo XIX el boxeo en México era inexistente. “El grupo en el poder parecía estar tan hastiado de sangre,” dice Luis González, “que no la quería ni en la arena ni en el palenque.” Así, desde 1877 varios estados comenzaron a prohibir las corridas de toros, las peleas de gallos y otras expresiones de la diversión popular. Y por supuesto, las peleas por dinero se vieron como una expresión barbárica por completo ajena al progreso, el orden y la civilidad que tanto se ansiaba.
No obstante, en los salones de clases acomodadas eran comunes y muy bien vistas las exhibiciones y prácticas de tiro, florete, y pugilato. En 1878, por ejemplo, Ireneo Paz, abuelo de Octavio, participó en una práctica de tiro y pugilato en la casa del reconocido maestro Cavantous, en la cual sobresalió Don Pedro Quintero, quien desde entonces daba clases de florete, sable, puñal y pugilato a precios módicos. Para aquellos caballeros la práctica de estas artes de combate representaba una alternativa civilizada a los duelos con pistola que seguían siendo la vía más expedita para resolver un asunto. Eran expresiones elegantes, además, y mientras dos pugilistas exhibieran el arte antes que la crueldad motivada po el dinero de los apostadores, una exhibición así podía ser contemplada por altos funcionarios, como el mismo presidente de la república, Porfirio Díaz, o el gobernador del Distrito Federal, que llegaron a acudir a veladas en las que se dieron este tipo de exhibiciones.
Fuera de ese ámbito de protección y elegancia, no es difícil comprender que una sociedad como la mexicana viera con cierto horror esos “toros à la inglesa”, en la que dos hombres intercambiaban golpes, mordidas y retortijones hasta que uno de los dos no podía más. Además, en aquellos años el boxeo no había evolucionado en el espectáculo que pocos años más tarde atraería a multitudes. A pesar de que las Reglas del Marques de Quensberry se habían publicado en 1861, el boxeo de las décadas de 1870 y 1880 seguían bajo el dominio de las reglas del boxeo a mano limpia, y a tal grado que John L. Sullivan, adhieriente de los guantes y de las reglas del Marqués, tuvo que pelear a mano limpia por el campeonato de los pesados. Dichas peleas podían durar horas y decenas de rounds porque cada uno de estos terminaba en cuanto un combatiente caía y porque los treinta segundos que había entre round y round permitían a un hombre recuperarse y volver a la pelea. Tales encuentros incluían movimientos de lucha, con los cuales un pugilista tiraba al otro y caía sobre él, y llaves, que solían provocar brazos rotos, así como toda clase de marrullerías que hoy día llevarían a la descalificación. Así, la clásica pose que hoy vemos en ilustraciones victorianas, con la guardia larga y el peso en la pierna trasera, era obligada si se quería evitar este tipo de agarres. Más aún, sin guantes que protegieran las manos los golpes directos y duros eran poco comunes, y el nocaut, por lo tanto, una auténtica rareza. Por ello los viajeros que viajaban a Inglaterra relataban con horror estas peleas que no llegaban a su fin sino hasta que uno de los contrincantes era incapaz de acercarse a la línea central.
En México la indignación era la misma. Con cierta frecuencia los periódicos publicaban los artículos de estos viajeros, españoles y franceses principalmente, en los que se criticaba a la alta sociedad inglesa por ser tan aficionada al pugilato y, al mismo tiempo, tan críticos con las corridas de toros. Siguiendo el ejemplo de Estados Unidos, varios estados en México prohibieron, si no las exhibiciones de boxeo, sí las peleas por dinero en las que apostadores y mafiosos querían hacer valer sus reglas. Para las autoridades porfirianas, el boxeo debía representar un gran salto atrás en el proceso civilizatorio que tanto ansiaban y no dudaban en ejercer la fuerza con tal de impedir una pelea profesional. Quizá el caso más famoso fue el enfrentamiento, en 1896, de Bob Fitzsimmonds contra Peter Maher. Puesto que la pelea no podía llevarse a cabo en el estado de Texas, los organizadores buscaron una alternativa y la encontraron en un sitio al sur del Río Bravo, cerca de Langtry. Texas. El lugar era perfecto porque impedía la actuación de los rangers de Texas y porque dada su ubicación sería muy difícil que las tropas porfiristas pudieran arribar a tiempo e impedir la pelea. A pesar de que Maher era un campeón nominal, aquella fue la única vez que se llevó a cabo una pelea de campeonato mundial de pesos pesados en territorio nacional.
A principios del siglo XX el arribo de la nueva cultura física comienza a despertar curiosidad por el boxeo en algunos sectores de la sociedad mexicana. Ya no era raro que en clubes o salones hiciera su aparición uno que otro boxeador y que se le reconociera por la asertividad con que mostraba su oficio. Kid Mitchell, uno de los maestros más constantes que tuvieron los fifís de aquellos años, podía hacer su aparición aquí y allá y querer demostrar a la primera sus habilidades como pugilista. Si antes los maestros de combate ofrecían clases de varias disciplinas, en aquellos primeros años del siglo XX una serie de boxeadores llegó a México a dar clases y exhibiciones en clubes y gimnasios. Para los jóvenes mexicanos de buena posición, con el suficiente tiempo libre como para poder pasar las tardes en el club o en el gimnasio, el boxeo estaba lejos de ser una profesión y la mayoría de los encuentros que disputaban eran exhibiciones de unos pocos rounds.
Sin embargo en los clubes más importantes de aquellos años, el Ugartechea y el Olímpico, los asiduos estaban de acuerdo en que Salvador Esperón y Fernando Colín eran sin ninguna duda los pugilistas mexicanos más avanzados.
La pelea
Según José Juan Tablada, fue un grupo de entusiastas, socios del Ugartechea y el Olímpico, el que se acercó a ambos boxeadores a fin de sugerir un match que decidiera de una vez por todas quién era el mejor boxeador mexicano. No existía nada parecido a una organización nacional que validara el encuentro, mucho menos se contaba con la avenencia de las autoridades o siquiera con un precedente histórico. En la historia deportiva mexicana no había nada semejante a un campeón nacional.
Oriundo de Monterrey, Fernando Colín viajó con su familia a la ciudad de México cuando aún era niño. Probablemente nació en 1881. Sus primeras lecciones de boxeo las recibió de un profesor llamado Enrique Méndez y muy poco tiempo después, al menos desde los 18 años, se le comienza a ver en exhibiciones de pugilato y esgrima, siempre entre los primeros lugares. Hacia los 20 años enfrenta ya a boxeadores extranjeros, a quienes vence gracias a su poderoso golpeteo. A pesar de que se ha repetido que la primera pelea de Esperón contra Colín fue en 1904, algunos periódicos mencionan que en 1900 Colín le ganó por primera vez en el Salón Verdi, una victoria que sin embargo no fue lo suficientemente decisiva como para asegurar la superioridad de uno sobre el otro.
Su oponente, Salvador Esperón de la Flor, nació en Oaxaca el 16 de abril de 1879, en el seno de una familia con fuertes conexiones políticas –al parecer rama oaxaqueña de la descendencia de Moctezuma II. Tras venir con su familia a la capital estudió en el Liceo Fournier (uno de sus compañeros fue el hijo del poeta Juan de Dios Peza) y más tarde en la Escuela Nacional Preparatoria. Al igual que Colín comienza desde muy joven a participar en exhibiciones de pugilato y luego a entrenar seriamente en el gimnasio del Colegio Militar, bajo la guía del profesor Emilio Lobato.
Al momento del reto Esperón y Colín tenían sin asomo de duda las mejores credenciales en el pequeño mundo del pugilato mexicano. Sólo quedaba saber quién era, de una vez por todas, el mejor boxeador mexicano del momento.
Tras discutirlo se pactó que la pelea se realizaría el 15 de noviembre de 1905 en el patio del Club Cosmopolitan, cuyas instalaciones permitirían acomodar sillas para 500 personas y admitir de pie a otra cantidad igual. Bajo las reglas del Marqués de Quensberry los boxeadores usarían guantes de cinco onzas y pelearían 20 rounds de tres minutos con un minuto de descanso. La bolsa para el vencedor sería de 1500 pesos.
La noticia del encuentro se extendió pronto por la capital. Con anterioridad había habido eventos deportivos importantes pero ninguno como el que enfrentaría a los mejores pugilistas del momento y que coronaría, entre la prensa y los entusiastas, al primer campeón de México. Durante años se había oído hablar de campeones extranjeros, Sullivan, Fitzsimmonds, Jeffries, y se seguían sus andanzas en Estados Unidos e Inglaterra. Era un deporte bárbaro pero como todo lo prohibido sus retos y apuestas no dejaban de producir fascinación.
A pocos días de la pelea los 500 asientos ya estaban vendidos. En declaraciones a la prensa Colín dijo que nunca había estado en mejor forma física en su vida y no dudaba que saldría con la victoria. Esperón, por su parte, esperaba que su juego de pies fuera factor para salir con la victoria. Aún así era difícil predecir el resultado de una pelea tan pareja y eso sólo animaba la discusión. Colín se había demostrado como un fuerte pegador, capaz de recibir castigo y su único punto débil eran los golpes al cuerpo. Con su mayor movilidad se pensaba que Esperón podría penetrar su guardia y obtener una mayor ventaja.
El día de la pelea mil espectadores llenaron los asientos y los lugares cercanos al ring. A las ocho de la noche no cabía un alma en el patio del Club. Reporteros, fifís, funcionarios y simples aficionados esperaban con expectación lo que habría de suceder. Pero entre el público, sembrados aquí y allá había numerosos gendarmes cuya misión era prevenir el encuentro entre Colín y Esperón. El resto del programa, exhibiciones de lucha y boxeo de pocos rounds, podía llevarse a cabo siempre y cuando el match principal no se llevara a cabo. Viendo que sin el encuentro principal la noche no tendría sentido, el resto de los pugilistas y luchadores decidieron que no darían función. Decepcionada, la gente comenzó a abandonar el club. El boxeo mexicano comenzaba a hacer historia pero la salvaguarda de las buenas costumbres, en este caso el gobernador del DF Guillermo Landa y Escandón, lo impedía.
La ironía quizo, sin embargo, que la pelea se llevara a cabo en la casa del mismísimo gobernador, cuyo hijo, Pablo Escandón, era un entusiasta empedernido del boxeo. Arreglados los detalles, cien personas escogidas conocieron el santo y seña del encuentro y se dirigieron a la casa de los Escandón, por la actual zona de Puente de Alvarado. La fortuna quiso que la esposa del gobernador tuviera una fiesta y que durante algún tiempo la entrada de varios coches a la casa no llamara la atención. Tablada asegura que las señoras quisieron alertar por teléfono a las autoridades pero que Pablito se había adelantado y cortado las líneas telefónicas.
Así, todo dispuesto y ante un grupo de lo más selecto, Salvador Esperón emergió acompañado de Jack Salazar y del “representante del club Ugartechea”, José Juan Tablada. Minutos más tarde Fernando Colín subió al ring acompañado por su entrenador, Kid Mitchell, y un peleador con el singular apodo de Kentucky Rosebud.
La pelea fue una guerra, no menos que cualquiera de los combates que han hecho del boxeo mexicano una atracción mundial. Desde el primer round ambos peleadores salieron a imponerse. A decir del réferi López, y de los golpes que lanzó al costado izquierdo de Esperón, la estrategia de Colín era atacar al cuerpo. A pesar de ello, fue Esperón quien prevaleció en ese y los siguientes rounds. Hubo muchos clinchs y golpes volados. A la distancia Colín era más efectivo debido a su mayor alcance y poder, pero durante el clinch Esperón mostraba su maestría al usar su mano libre para libre para castigar a Colín, en recuerdo, quizá, de aquellos tiempos en Oaxaca cuando Esperón y otros niños se enfrentaban a golpes siempre tomados de una mano. Así, en el infighting, por cada golpe de Colín, Esperón conectaba dos. En el cuarto round Esperón atacó con furia y un golpe en el cuerpo hizo que Colín cayera extendido sobre el suelo. Pero el tirmo había sido demasiado y Esperón fue incapaz de terminar con su rival. La pelea, sin embargo, parecía estar cada vez más de su lado, y confiado regresó a su esquina sonriente, casi hablador. José Juan Tablada menciona que Esperón peleaba con tanta confianza que durante la pelea hablaba con la gente de ringside. Pero es difícil imaginar que hubiera subestimado tanto el poder de Colín, bien conocido por todos, y que no se hubiera preocupado teniendo en cuenta que se había entrenado durante tres largos meses. En el quinto round Colín volvió a atacar el cuerpo, nuevamente el costado izquierdo, pero Esperón contestó con fuertes golpes que le valieron el round. El sexto fue cerrado, con muchos clinchs de por medio, pero un round para Colín, que parecía recuperarse del castigo y estar cada vez más cerca de Esperón. Para el séptimo ambos contendientes salieron con renovadas energías. El round fue parejo hasta que faltando treinta segundos se trenzaron en un abrazo. Al salir del clinch Colín se colocó en posición y lanzó una terrible derecha que mandó a Esperón contra las cuerdas, en la cuales rebotó solo para que Colín conectara esta vez con la izquierda, mandando a Esperón al piso. Éste logró colocarse con una rodilla en tierra, atontado. En dos ocasiones hizo un intento por levantarse y finalmente lo logró en el tercero. El público gritó que Esperón no había superado la cuenta pero el réferi, que se encontraba de rodillas, vio claramente que la rodilla de Esperón se había separado del suelo por lo menos unos treinta centímetros. Así que viéndolo de pie Colín se lanzó sobre su oponente y conectó duros golpes en el cuello y el cuerpo. Nuevamente Esperón fue a dar al piso, esta vez bajo las cuerdas. El réferi comenzó la cuenta de protección pero al alcanzar el 8 se escuchó el grito de ¡Time!
Sus ayudantes lo llevaron a la esquina e intentaron reanimarlo. Era inútil. Con la quijada lastimada y la sangre impidiéndole la respiración, sería un homicidio mandanrlo de vuelta al ring. Así, la esponja voló al centro del ring, dando por ganador a Fernando Colín.
Colín dijo que debía la pelea a sus entrenadores, en especial a Kid Mitchell. “Pensé que sería más fácil,” dijo al Mexican Herald. “Y me sorprendió mucho la inteligencia que mostró Esperón. Tuve que hacer un esfuerzo muy grande para superar el cuarto round.” Esperón dijo que había sido vencido justamente. Estaba seguro de que ganaría la pelea pero había subestimado la habilidad y el poder de pegada de su oponente.
El mismo Mexican Herald anunció com bombo y platillo que Colín pasaría a la historia como el primer héroe del boxeo mexicano en un deporte que ha “endiosado a Aquiles y otros héroes de Grecia, para no hablar de Tom Sayers [a quien se le atribuye haber peleado la primera pelea de campeonato a puño limpio], Jim Jeffries y otras celebridades de los tiempos modernos.”
Y si bien la pelea fue motivo de mucha atención por parte de la nueca afición deportiva, también fue motivo de críticas debido a la manera en que se había realizado, por lo que el gobernador del DF impuso una multa de cien pesos a ambos peleadores.
En su reporte, el periódico El Tiempo externó su preocupación de que varias personas hubieran visto “el principio de una nueva y bárbara diversión, que no es difícil llegue a extenderse y arraigarse en México, como en Inglaterra y Estados Unidos.” Y citaba al novelista español Juan Valera, cuyas opiniones son casi un reflejo de las opiniones que hoy en día tiene un novelista como Pérez Reverte: “Dignas de la epopeya son tales luchas; pero no se puede negar que son brutales y harto impropias de la civilizada y filantrópica edad en que vivimos.”
Los editores de El Tiempo no tenían manera de saber que sus palabras resultarían proféticas. En quienes lo presenciaron, aquel encuentro había despertado el entusiasmo por una actividad que ofrecía drama, emoción y sorpresas.
***
Para Fernando Colín y Salvador Esperón aquella pelea tendría consecuencias muy diferentes. Atleta consumado, Colín se retiraría como campeón dos años más tarde, prefiriendo dedicar su talento en exhibiciones de esgrima y hasta de novillero, antes que seguir en el boxeo y arriesgar aún más sus ojos. Para Esperón esa pelea y las subsecuentes dejarían una honda huella, a veces en la forma de la decepción, pero también una gran experiencia que con los años lo transformarían en un profesor del boxeo y en el autor del primer manual de boxeo. Como impulsado por la derrota que acababa de sufrir en una pelea histórica en todos los sentidos, se embarcó en una presecución pública de Colín para efectuar la revancha, sin éxito, y en una serie de exhibiciones en varias partes del país. Sus encuentros con Kid Mitchell y Carlos Tijera, una de las nuevas promesas del boxeo mexicano, serían en particular humillantes. A pesar de ello, y como retando a sus críticos, Esperón continuó en el mundo del boxeo en exhibiciones, como entrenador y como réferi. Su récord, a decir del propio Esperón, es de 41 peleas ganadas y 2 perdidas. Su última pelea fue contra el mexicano Mike Febles, uno de los pioneros del boxeo en Cuba, y a quienes muchos atribuyen el origen del boxeo mexicano.
Con los años Esperón fue profesor de boxeo en el Colegio Militar de la Escuela Nacional de Jurisprudencia del Estado Mayor Presidencial, en el Club Deportivo Internacional de la YMCA; en la Escuela Militar de Aeronáutica; en la Escuela Nacional Preparatoria, así como entrenador del Equipo de Box de la Comisión Nacional de Irrigación y uno de los fundadores de la Comisión de Box del Distrito Federal.
Finalmente, en 1945, Esperón sintetizaría su experiencia en un libro llamado El boxeo científico (por que «los boxeadores son incapaces de escribir y los escritores no saben nada de boxeo») con el que deseaba facilitar el aprendizaje a grupos escolares y hacer así popular “el más varonil de todos los deportes”. En El boxeo científico Esperón se queja de los gimnasios que reciben a esos jóvenes valientes que son “entrenados” y finalmente lanzados al ruedo por mánagers improvisados. “… desde que en 1912 Patricio Martínez Arredondo fundó en México la escuela del valor, todos nuestros boxeadores han seguido por espíritu de imitación el mismo camino, con más o menos suerte, pero sin tratar de corregir siquiera la mala posición de sus brazos, y obedeciendo casi todos a un proceso infantil tan falto de habilidad para la defensa como de malicia y de firmeza para el ataque.” “Y hoy,” agrega, “tras de haber intentado veinte veces enseñar a boxear, como he dicho ya, a profesionales que hubieran cuadruplicado su destreza en muy poco tiempo, y a quienes los managers impidieron siempre todo contacto conmigo (podría yo citar muchos casos llenos de incidentes curiosos) me decido al fin a publicar este tomo sin pretensión alguna, y esperando tan solo que sea para el bien del Boxeo Nacional y en pro de nuestra Raza a la que hace tanta falta el deporte.”
Tenía 66 años cuando escribió estas líneas. En su manual salen a relucir los estilos de Jim Jeffries, Jack Dempsey, Willie Pep y tantos otros. Al tanto de cada uno de los movimientos del boxeo, su idea era esencialmente contraofensiva y lo que algunos entrenadores suelen llamar hoy en día “clásico”, es decir el entendido de que cada movimiento tiene una respuesta y una contrarespuesta.
Como si validara el desprecio de las clases altas por el boxeo, El boxeo científico queda como una de esas piezas singulares que nunca lograron encajar en la historia del boxeo mexicano, ni como influencia en su momento ni como literatura del deporte. Es sin embargo el primer manual científico del boxeo mexicano escrito por uno de sus más talentosos practicantes.
Antes que Mike Febles, Luis Ordaz, Fernando Aragón, Battling Shaw y tantos otros, Salvador Esperón, Fernando Colín, Carlos Tijera y extranjeros como Kid Mitchell, Kid Lavigne y Jim Smith, el Diamante Negro de Guanajuato, conformaron la primera generación del boxeo profesional mexicano.
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