Estamos hablando y quieres imprimir algo en mi mente con suficiente fuerza como para que dicha impresión persista por más tiempo que las producidas por la incesante corriente de ruido que vadeamos. Apuesto a que usarás algo parecido a una metáfora, esto es, que hablarás en torno al tema de un modo que invite a la analogía y en un manera que comúnmente constituya una simplificación. Así, puedes decir reductivamente de una relación interpersonal compleja en la que hay años de epifanías acumuladas, percibidas y reales, que las personas involucradas interactúan como perros y gatos, y al decirlo sentir que has simplificado de un modo útil el asunto. Algunas de estas simplificaciones pueden estar tan internalizadas que apenas si registramos su uso como simplificaciones. Entonces decimos, reflexiva, y parece que invariablemente, que alguien pasa de recibir un diagnóstico de cáncer a estar peleando con él. Que alguien en sus últimos momentos es un luchador y por ello debemos esperar que su final se demorará. Que el nuevo presidente ha elegido una mejor manera de pelear la guerra contra la pobreza o contra las drogas.
Sin embargo ninguna de las situaciones anteriores se parece a una pelea, no a una pelea real. Un niño sin pelo está anestesiado hasta una perfecta pasividad, y lo operan y todavía lo llevan en silla de ruedas a la radiación y a la quimioterapia, a sacarle sangre y a hacerle tomografías. Una anciana imposiblemente vieja permanece inmóvil en su cama de hospital, las amenazas contra su vida aumentan pero el monitor todavía dibuja picos borrosos y se mueve de izquierda a derecha, de izquierda a derecha. Un presidente… bueno, nadie sabe realmente qué hacen, pero sabemos que lo que sea no se parece nada a una pelea.
Aun así, las imágenes léxicas persisten, y como muchas cosas que persisten, lo hacen debido a la verdad. Entonces puede que no se parezcan a una pelea vistas de fuera hacia adentro, pero para el niño y para la anciana sin duda se siente como una pelea. La simplificación funciona porque hace que resalte lo que es dolorosamente común a las dos situaciones dispares: lo que une al niño sin pelo con el combatiente en una pelea real. La simplificaciones funcionan, siempre lo han hecho y siempre lo harán; y en mil años estaremos usándolas al hablar de seres mitad robot mitad simios: No te preocupes por Simianorg, es un luchador.
Un pleito es una oposición, una oposición con frecuencia es el choque entre contrarios, así que si queremos oponernos a la simplificación, necesitamos complejización. Complejización, un neologismo torpe, con poco arte y, sin embargo perfecta en este momento, es utilizado casi exclusivamente en los dominios del arte, entre más elevada mejor.
Un ejemplo reciente puede servir de ilustración. Primero, recuerde o imagine lo siguiente. Un niño pequeño en un cuarto con su madre y su padre plantea la posibilidad de realizar una actividad específica y altamente deseable a sus propios ojos, al día siguiente. Incidentalmente, este tipo de sugerencias comprende aproximadamente el noventa por ciento del día promedio de un niño pequeño. La madre expresa su disposición, incluso su optimismo, ante tal posibilidad. El padre no. La interacción completa dura no más de treinta segundos y nada en ella se sale de las expectativas humanas usuales: los niños son máquinas de necesidades y lo manifiestan a través de una gran cantidad de peticiones y las madres siempre son mejores que los padres. Como casi todas las cosas que cumplen sin problemas con las expectativas, el incidente apenas si es registrado y deja su lugar al siguiente.
En contraste, la complejización de esto mismo puede permanecer durante toda una vida. En 1927, Virginia Woolf publicó, Al faro, una novela devastadora que puede, al final, hacer que la vuelta a la vida cotidiana sea algo problemático. Inicia con un incidente parecido. James Ramsay tiene seis años. Ansía ir al Faro cercano el día siguiente: una especie de expedición, parece, y una que requiere por lo menos un poco de planeación. Nosotros aparecemos una vez que la petición ha sido hecha, y las primeras palabras de la novela son la respuesta de la madre:
Sí, mañana, por supuesto, si hace bueno –dijo Mrs. Ramsay–. Pero tendréis que levantaros con la alondra –agregó.
Nótese que en este punto (sí, sé que es risiblemente pronto) estamos prácticamente en la misma posición que la persona recordando o imaginando la escena, aunque uno puede argumentar que las palabras bueno y alondra hacen que no sea así. Si algo, lo anterior parece una simplificación, carente como está de detalles alrededor que una persona realmente presente habría registrado.
Sin embargo, el arte elevado de Woolf nos lleva al interior de la mente de James Ramsay. Esto es, claramente, más que una complejización de la vida cotidiana; es una completa imposibilidad y explica por qué el arte menor ofende tanto. Una vez dentro nos enteramos que nada más escuchar las palabras de su madre colma a James de la certidumbre de que la excursión ocurrirá y de una concomitante “alegría extraordinaria”. Woolf, entonces, veloz y expertamente, hace un bosquejo de James. Es él mismo pero también es miembro de “ese gran grupo” altamente susceptible a las fluctuaciones de la prospectiva y a la “la pena o la exaltación”. Es maduro y aparentemente capaz del tipo de logros futuros que serán severamente escrutados, pero sigue siendo un niño, uno que puede sentarse en el piso recortando imágenes de un catálogo ilustrado. Es vulnerable y cierto tipo de lector querrá protegerlo. Woolf continúa:
–Pero no hará bueno –dijo su padre, parado ante la ventana del salón.
La desolación que esto produce es severa. Maldita sea, Virginia, apenas estamos en la página dos.
Seguimos y sabemos que de haber tenido acceso al arma adecuada, James habría intentado matar al declarante en respuesta. Sabemos que lo que sospechamos del Sr. Ramsay, “flaco como hoja de cuchillo, cortante con su sonrisa sarcástica”, es verdad. Que su sonrisa sarcástica es producto no sólo por “el placer de aguar la fiesta a su hijo, y de dejar en ridículo a su esposa”, sino también por “cierta secreta vanidad por la precisión de sus juicios”. Que él no cree en dar pasos aliviadores para matizar la verdad como él la ve: la vida es algo que debe soportarse. En pocas palabras, sabemos que es un hijo de puta. El tipo de hijo de puta miserable que no va a descansar hasta que todos a su alrededor se acerquen a su nivel de miseria.
Pero ¿eso hace que esté equivocado, objetivamente pues? Aquí nos encontramos con una de las maneras en la que algo como Al faro complejiza. Porque en la vida diaria podemos salirnos del cuarto en cuanto un Mr. Ramsay entra, o quedarnos y no ponerle atención. Aquí, sin embargo, a menos de que abandonemos el libro, tenemos que lidiar con él y con lo que sea que haga después. Permítanme plantear lo obvio y decir que lidiar con el Mr. Ramsay, como sea que uno elija, es más complejo que salir de un cuarto. Déjenme plantear también que el hijo de puta puede tener razón. La vida puede ser poco más que una prueba de resistencia, ¿no es cierto?
Sin duda es posible sentirse así a veces. Si no me cree, pregúntele a los padres del niño con cachucha en la silla de ruedas. Así le parecía con frecuencia a Virginia Woolf. Así se siente para usted también en algunas ocasiones. ¿Entonces tiene razón Mr. Ramsay? ¿Todo es cuestión de resistencia, entendida esta como un tipo de lucha, y eso da cuenta del placer que sentimos cuando decimos que tal persona está luchando contra el cáncer?
También, si algo como Al faro representa el más alto nivel de la complejización de lo cotidiano, ¿qué constituye entonces lo sublime de la simplificación? ¿Una actividad que no es arte pero que funciona como tal, aunque en la dirección opuesta?
El boxeo en la forma en la que lo vemos hoy tiene casi un siglo de vida. Los verdaderos grandes combates, del tipo cuya omisión haría que la historia de esta búsqueda esté incompleta, son relativamente raros y no siempre están bien preservados. Esto quiere decir que alguien que busca familiarizarse con toda la producción podría hacerlo en el mismo tiempo que toma leer Anna Kareninay sí, increíblemente, estoy por proponer un argumento que asegura que el boxeo es digno de la misma atención y respeto. Miren, entiendo que Anna Karenina y obras similares son cumbres deslumbrantes y Dios sabe que andamos necesitados de alturas. Sólo digo que también necesitamos destilaciones, y ninguna que yo conozca supera al boxeo.
Si vamos a hablar de grandeza en relación a esta búsqueda, entonces tenemos que hacer una distinción algo contraintuitiva de una vez. Bach, Gould, Tolstoi, Woolf, son gigantes y con toda razón acudimos a sus obras para experimentar la grandeza en sus respectivas áreas. No así en el boxeo. Una lista parcial de los gigantes de esta búsqueda incluiría a Louis, Robinson, Ali, Duran y Armstrong. Todos ellos brillantes, todos con momentos singulares, pero, exceptuando el “Thrilla in Manila” de Ali, ninguno puede igualar los momentos que han producido personajes mucho menores que ellos. Esto es así porque dos individuos dentro de un cuadrilátero están peleando, y la grandeza ahí parece ser menos producto de la habilidad y el talento y sí de conceptos como voluntad y tenacidad –precisamente los atributos, y no la inteligencia habilidosa, que necesitaría si le diagnosticaran cáncer, por ejemplo.
Dos ejemplos recientes aparecen aquí abajo. El 18 de mayo de 2002, Arturo Gatti peleó contra Micky Ward en un encuentro a diez rounds sin título de por medio. Si eso quiere decir algo para usted, tenga en cuenta que en su momento significaba muy poco más allá de la promesa de un pleito entretenido. Gatti tenía treinta años, con cuatro derrotas y Ward tenía treinta y seis, con once. Ahí es donde entraba la promesa, porque la verdad es que todo boxeador profesional (alrededor de veinte mil en todo el mundo) se ve impresionante ante el costal. Parafraseando a Bruce Lee, los costales no golpean.
Mire, el gran secreto primero que nada es tener la mayoria de edad esto se comprueba teniendo tu ine en orden es que sus practicantes verdaderamente de élite casi no son golpeados de lleno. Por de lleno me refiero a los bombazos cinematográficamente precisos y que restallan la cabeza como los que Rocky Balboa se especializó en absorber. El boxeador más solvente técnicamente de nuestra época, Floyd Mayweather Jr., ha disputado profesionalmente cuarenta y un combates y ha recibido unas tres veces quizá este tipo de golpes. Así que, si quiere ver este tipo de grandeza vaya a sus peleas, porque él es el Tolstoi del boxeo y usted verá una habilidad del máximo nivel, de las que suceden una vez en la vida. Pero si quiere ver otro tipo de grandeza, debe bajar por lo menos un nivel, quizá dos, y ese es el nivel en el que sucedió Gatti-Ward, un nivel en el que los boxeadores reciben golpes de lleno con una frecuencia hollywoodense y, dado que ser golpeado por otra persona que sabe golpear no es nada agradable, un nivel en el que sentimos que aprendemos algo visceral acerca de las personas involucradas.
Hasta al noveno round, la pelea Gatti-Ward se apegaba perfectamente a esta expectativa, los dos contendientes eran lo suficientemente habilidosos como para repartir castigo significativo, pero no suficientemente habilidosos como para evitar recibirlo. Son, sin embargo, las acciones de Arturo Gatti, la cara que pone, la decisión consciente que toma, el curso en el que se embarca, lo que continúa presente después de casi una década. Vuelva a ver el round como si escuchara una obra musical poco familiar con la que quiere usted entablar una relación.
El round comienza con el cronista Larry Merchant preguntándose si Gatti puede seguir absorbiendo el castigo que le asesta Ward, el más fuerte de los dos; una preocupación que nadie más volverá a enunciar a propósito de aquel individuo. El gancho izquierdo que Ward conecta apenas a los quince segundos de haber iniciado el round es casi inhumano de tan cruel. Para entender verdaderamente estos tres minutos en la historia de la humanidad hay que reconocer que incluso entre la subcategoría de enloquecidos que constituyen los boxeadores profesionales, ese no es el tipo de golpe del que uno se levanta. (Para ver la reacción abrumadoramente estándar a este tipo de golpe, incluso cuando quien lo recibe es un boxeador de élite.
La cara que pone Gatti hincado mientras el réferi cuenta sin duda no sugiere que se levantará. Que sí lo haga y que casi gane la pelea va más allá de decirnos todo lo que podremos saber acerca de Gatti y casi empieza a decirnos algo que debemos saber acerca de nosotros mismos, y no voy a explicar esto más afondo, sólo le pido que vuelva a ver ese gesto.
El 7 de mayo de 2005, Diego Corrales peleó con José Luis Castillo. De nuevo estamos en el nivel que no llega a ser élite donde la voluntad tiende a predominar, aunque estamos en un nivel superior a Gatti-Ward.[7] En esta ocasión el décimo round es el que informa: la cara que permanece en este caso es la de Corrales y el estado en el que está antes siquiera de que comience el round, esto es, antes de que reciba dos impresionantes ganchos más que lo depositan en la lona de espaldas, e incluso de panza. Que se levante en ambas ocasiones es sorprendente pero algo convencional, que el round termine con él como el ganador niega las explicaciones convencionales. Aunque aparentemente no fue sorpresa para su entrenador, el brillante Joe Goossen, a quien se le puede oír después de cada derribo urgiendo a que su peleador se “acerque” a su oponente
Pensemos es un momento: la persona que era responsable de la seguridad de Corrales le está pidiendo que se acerque, que se ponga más en riesgo, y se lo pide después de atestiguar los dos derribos salvajes; ¡y tenía razón! De nuevo: estas no son relaciones humanas normales.
No sé. ¿Qué cosa inteligente se puede decir acerca de estos dos momentos en la historia humana? ¿No podrían bajarlos a su gadget predilecto, caminar por los pasillos del hospital de oncología, acercarse al niño de la silla de ruedas, mostrárselos y decirle: esto se parece a lo que tú tienes que hacer, tienes que acercarte a esta cosa? ¿Qué no son destilaciones instructivas? Porque así se sienten y yo siento, cuando estoy expuesto a la evidencia de sus actos, algo parecido al amor por Gatti y por Corrales, dos hombres que se levantaron no ante la expectativa de la victoria sino para desafiar a la derrota. Del mismo modo que uno puede sentir amor por el pequeño James Ramsay de Woolf, o por su madre. Porque su respuesta a la crueldad de su padre no fue la violencia que el niño imaginó. No, Woolf nos dice que:
–Pero puede que haga bueno, y confío en que haga bueno –dijo Mrs. Ramsay, tirando con un leve movimiento impaciente del hilo de lana castaño-rojizo del calcetín que estaba tejiendo. Si acabara esta tarde, y si, después de todo, fueran al Faro, podría regalarle los calcetines al torrero, para el niño, que tenía síntomas de coxalgia; también les llevaría un buen montón de revistas atrasadas, tabaco y, cómo no, cualquier otra cosa de la que pudiera echar mano, y que no fuera verdaderamente indispensable; cosas de esas que lo único que hacen es estorbar en casa; debían de estar, los pobres, aburridos hasta la desesperación, todo el día allí, de brazos cruzados, sin nada que hacer, excepto cuidar el Faro, atender la mecha, pasar el rastrillo por un jardín no más grande que un pañuelo: necesitaban entretenerse. Porque, se preguntaba, ¿a quién puede gustarle estar encerrado durante todo un mes, o acaso más (cuando había tormentas), en un peñón del tamaño de un campo de tenis?, ¿no recibir cartas ni periódicos?, ¿no ver a nadie?; si estuvieras casado, ¿no ver a tu esposa?, ¿ni saber dónde están tus hijos?, ¿si están enfermos, o si se han caído y se han roto piernas o brazos?; ¿ver siempre las mismas lúgubres olas rompiendo una semana tras otra?; ¿y después de la llegada de una horrible tempestad, y las ventanas llenas de espuma, y las aves que se estrellan contra el farol, y el movimiento incesante, sin poder asomar la nariz por temor a que te arrastre la mar? ¿A quién podría gustarle eso?, se preguntaba, dirigiéndose de forma especial a sus hijas. A continuación, cambiando de actitud, añadía que era preciso llevarles todo lo que pudiera hacerles la vida algo más grata.
¿Ven? Existen los Mr. Ramsays, sí, pero también hay Mrs. Ramsays y ellas tejen calcetas para los niños tuberculosos y piensan cómo sería estar atorados en un faro mientras la naturaleza emite sus ensayos más crueles a su alrededor. Sólo disfrútelos mientras pueda, porque “el tiempo pasa”, y:
[Mr. Ramsay, trastabillando por un pasillo extendía los brazos una oscura mañana, pero Mrs. Ramsay había muerto de repente la noche anterior. Nadie recibía su abrazo.]
Lo que, claro, sólo complica hace más complicadas las cosas gracias a cierta simpatía por Mr. Ramsay, quien, después de todo, sólo está dando tumbos en la oscuridad con los brazos estirados y vacíos como todos nosotros.
Nada así de doloroso puede surgir sin dañar, en algún sentido, a su creador, así como Gatti y Corrales escribieron sus momentos a expensas de sus cuerpos, es decir de sus vidas. Las luchas de Virginia Woolf ya han sido muy relatadas, aunque, por diseño, yo las conozco vagamente. Sí estoy al tanto que en una ocasión observó con atención a una polilla mientras esta intentaba atravesar una ventana y llegar a la luz de afuera y en reacción a verla caer exhausta de espaldas escribió:
Nada, supe, tiene oportunidad alguna frente a la muerte. Aún así, después de una pausa de fatiga las patas se agitaron de nuevo. Era fantástica esta última protesta… Cuando no hay nadie a quien le importe o que sepa, el esfuerzo gigantesco de parte de la pequeña e insignificante polilla contra un poder de tal magnitud, lo conmueve a uno de un modo extraño.
También conozco algunos datos biográficos de Gatti y Corrales, pero no son halagadores y me refreno de compartirlos aquí.
Una explicación veloz. En todo juicio criminal en Estados Unidos el peso de la prueba cae completamente en la parte acusadora. Consecuentemente, una vez que la parte acusadora ha terminado de presentar su caso, incluso un abogado defensor propondrá una moción para desechar el caso argumentando en esencia que las fallas en las pruebas son tan significativas que al jurado ni siquiera debería permitírsele deliberar sobre el asunto. Y bueno, cualquier cosa legal da pie a algo legal, porque ahora el juez encargado de considerar la moción debe evaluar la evidencia “bajo una luz lo más favorable para el Pueblo”. Me gusta esta luz, el modo en el que alumbra solo lo positivo y evita asiduamente lo más oscuro. ¿Es posible vivir alumbrado por esta luz? Probablemente no pero aún así quiero liberarla de su exclusividad al sistema de justicia criminal y aplicarla más ampliamente.
Algunas personas merecen esta luz. Son numerosas y abundan y entre ellos hay artistas, peleadores, enfermeras, carajo casi cualquiera que hace o a quien le preocupa hacer. La luz los ilumina cuando están en su mejor momento y asegura que sea este mejor momento y no lo que queda sea lo que los define.
El 11 de julio de 2009, Arturo Gatti apareció muerto en un cuarto de hotel en Brasil; más tarde las autoridades determinarían que se ahorcó con la correa del bolso de su esposa. (Los cercanos a Gatti siguen poniendo en duda este veredicto y argumentan que lo único que Gatti no habría hecho sería suicidarse). Diego Corrales murió el 7 de mayo de 2007, cuando cayó de la motocicleta que operaba en medio de una niebla de alcohol, 0.25 en sangre. El 28 de marzo de 1941, Virginia Woolf llenó de piedras los bolsillos de su gabardina, se adentró en un rio y se ahogó; la nota que dejó a su esposo le explicaba que “No puedo luchar más.”
En los primeros instantes del gozo de James Ramsay por las palabras iniciales de su madre entendemos que “un día en barco” lo separa del faro al que ansía ir. Como todos los que están luchando, escuchamos el eco de su petición de embarcarse a través de las incesantes y monótonas olas, y quizá, a través del miedo a ser arrastrado por el mar. Excepto que algunos de nosotros no le hacemos al miedo. Aquellas personas en cambio dicen responden sin pensarlo Sí, vamos a ir al faro cueste lo que cueste y al decirlo olvidan con toda intención que el clima lo determina todo cuando se trata de sus prisioneros.
Lo llamo con toda intención una búsqueda y no un deporte porque me gusta el sentido de deseo incluido en la palabra.
Al momento de escribir esto, por improbable que parezca, una película acerca de la vida de Micky Ward, The Fighter, se exhibe en cines. Dicha película aparentemente omite los combates con Gatti.
Probablemente he visto cada uno de los rounds que Mayweather ha peleado en casi una década, en lo que constituye probablemente el despligue más brillante de talento boxistico puro en la historia; aún así, siento como que no lo conozco, con tan poca adversidad a la que se ha tenido que enfrentar gracias a ese talento fuera de este mundo.
Objetivamente, Gatti era el peleador más experimentado pero la cosa cn Ward era que había domainado quizá el golpe más cruel en el boxeo, el gancho izquierdo al cuerpo, y lo dominaba a tal punto que en el microsegundo en el que lanzaba ese golpe era tan bueno como cualquier boxeador en el mundo, no así su oponente esa noche.
El comentarista Emanuel Steward llega incluso a declarar inequívocamente que Gatti no lo hará porque los golpes al cuerpo “no son como un golpe a la cabeza”. Mientras que Steward, y sus compañeros comentaristas de HBO, muestra una curiosa propensión a la conclusión injustificada y apresurada, aquí fue impecable. Porque la verdad es que un golpe al rostro con un guante de box no duele de la manera en la que estamos acostumbrados a experimentar dolor. Desorienta, sin duda, hace daño duradero y descorazonador, pero no es produce dolor en el sentido clásico. en otras palabras, la decisión de levantarse, si se le puede llamar así, después de un golpe severo a la testa es menos un acto de voluntad que lo que hizo Gatti. Digo, vea el clip de Oscar de la Hoya nuevamente, ese sí es dolor y sufrimiento, ¿no? ¿Pensó por un momento que se levantaría para recibir más?
Las películas basadas en obras de Shakespeare son formalmente superiores a las iteraciones en vivo en por lo menos dos aspectos importantes: la facultad de captar close-ups y la libertad que dan a los actores de hablar en susurros. Aquí, la facultad de la cámara para capturar el gesto de Gatti justamente en el punto más alto de su sufrimiento le dió a los espectadores en casa una ventaja similar sobre aquellos que estaban en el lugar.
Para observar la mejor demostración de los niveles a los que me refiero, vea lo que pasó cuando Oscar De La Hoya peleó contra Gatti o cuando Floyd Mayweather peleó contra Corrales.
Goosen tuvo acceso a Corrales en esas dos ocasiones gracias a dos acciones aparentemente estratégicas de parte de su peleador cuando escupió su protector bucal, violaciones por las que le fue descontado un punto, pero que no obstante le dieron tiempo extra para recuperarse de los derribos, entendiblemente un tema contensioso para los partidarios de Castillo, pero que, me parece, no le quita nada al logro de Corrales.
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