lunes, 8 de julio de 2019

Entrena Duro,Combate facil...

El dolor es verdad


Es refugio de todo tipo de estafadores, una Rueda de la Fortuna accionada por una mezcla insoluble de dinero y sangre. Con su típica agudeza, John Schulian bautizó el boxeo como “el deporte más cruel”, e incluso los inexpertos pueden apreciar lo conveniente de dicho nombre. ¿Qué se puede decir de un deporte cuyos practicantes más venerados —Joe Louis y Muhammad Alí entre ellos— son igualmente íconos de éxito y sufrimiento? ¿Que el camino al estrellato emerge de un sombrío tráfico de carne, carroña y exhumación? El boxeo en sus peores facetas parece casi inimaginablemente cruel.
Que la gente tenga afinidad por el boxeo, a pesar de su crueldad, es obvio; pero las razones de dicha afinidad son difíciles de determinar. Para preservar su simpatía —aunque más probablemente para justificar sus propios gustos— los devotos defienden el boxeo. Algunos lo defienden como un medio para liberar al pobre de sus grilletes socio-económicos. El legado del recientemente fallecido Emanuel Steward, cuyas proezas en el entrenamiento y la administración ayudaron a muchos chicos a dejar los barrios bajos y convertirse en el foco de atención, es un ejemplo contundente del potencial del deporte en este respecto. Tal razonamiento, sin embargo, no hace ninguna referencia a la crueldad inherente al boxeo. Simplemente intenta justificarla, y puede hacerlo sólo si se argumenta en defensa de su mera potencialidad, pues el boxeo es todo menos un camino seguro al éxito. Más aún, la falsa esperanza puede llevar a la ruina —y es una falsa esperanza alentada por argumentos que dependen de la excepción a la regla. Hay crueldad en ese aliento, en apoyar la visión de una esperanza a menudo nublada a golpes.
Recurrir a la historia es otra táctica común para defender el deporte. Boxear es un deporte antiguo, dicen, y esto solo sirve como una prueba de su mérito. Ha sufrido de persecución legal, de la mano virulenta del crimen organizado, de la tragedia entre las cuerdas y de la marginalización en los medios impresos y la televisión. Y aún así, el deporte persiste. El que términos como “nocaut”, “contra las cuerdas”, “aguantar los golpes” hayan sido apropiados por el vocabulario común sugiere que, por más repugnante que sea, es improbable que el boxeo vaya a abandonarse en un futuro próximo. La violencia siempre encontrará una audiencia. Y aunque el visto bueno de la historia pueda ayudar a su sobrevivencia, es difícilmente una defensa satisfactoria cuando es tu hermano, tu padre, o tu marido el que está siendo apaleado y explotado como mercancía.
La libertad personal es otro ángulo popular para defender el boxeo. La gente es libre de practicarlo, dice este argumento, y por lo tanto cómplice de los males que le sobrevienen. Pero si el trayecto al ring es uno de los únicos caminos a seguir por los desprovistos, ¿entonces qué tan libre es uno de escogerlo? Los apologistas argumentan que la gente es libre de preferir sus intereses, pero eso es un sinsentido. Mientras que podemos nutrirlo, no escogemos lo que nos gusta, justo como no escogemos lo que nos disgusta: estamos inclinados de un modo u otro mucho antes de articular esta inclinación. Pero revisemos este argumento de elección y libertad nuevamente. En ningún lado se enfoca en la crueldad en el boxeo. ¿Es esta ausencia una admisión implícita de que, en efecto, la crueldad no puede ser justificada?
Una aproximación más honesta a la presencia de la crueldad en el boxeo es conceder la fealdad, “reconsiderar la crueldad y abrir los ojos”, como sugiere Friedrich Nietzsche. Para Nietzsche, el romano en la arena, el cristiano en los éxtasis de la cruz, el español en el auto de fe, son ejemplos todos de indulgencia voluntaria ante la crueldad. El ring de boxeo no es la excepción. ¿Qué más puede ser para aquéllos que celebran el drama de una vida potencialmente truncada, aquéllos que aclaman apasionadamente por la destrucción de otro hombre, y que en su entusiasmo aceptan las pútridas maquinaciones que engendran las peleas profesionales, sino indulgencia ante la crueldad? No hay manera de mitigar la crueldad en el boxeo porque es precisamente esta crueldad —santificada en el lenguaje y espectáculo del deporte— lo que nos hechiza.
¿Por qué, entonces, nos atrae  el boxeo? No puede ser simplemente un ánimo de competencia, ya que la competencia no tiene que ser cruel. Tampoco el nacionalismo es una respuesta suficiente. Aunque es un tema dominante en el boxeo, el nacionalismo no siempre conlleva a la crueldad. La Copa del Mundo y otras competencias globales dan amplia oportunidad para mover banderas sin ser partícipes de la crueldad. La conexión necesaria con lo cruel también está ausente del argumento que dice que el entusiasmo racial puede explicar el atractivo del boxeo. No, su atractivo va más allá que la competencia y el orgullo nacional o racial, más allá que la esperanza y la historia.
En su ensayo, Violencia, violencia, Ted Hoagland escribe: “el atractivo del boxeo es su drama y su gracia, una gracia tempestuosa que asciende a un ballet improvisado, exigente.” Uno se imagina a varios entusiastas del boxeo avalando esta explicación. El deporte alcanza su cúspide cuando la acción es rica en drama y la paga del espectador a su máximo. El segundo adjetivo de Hoagland es más jugoso: que la “gracia” del boxeo contiene mucho de su atractivo. Hoagland usa la gracia como un criterio estético, y la introducción de la estética a la discusión revela mucho acerca de la psicología de los fanáticos del deporte. Para nuestro propósito la estética puede incluir tanto la belleza del combate como el mérito artístico de aquellos elementos de la pelea que pueden ser evaluados técnicamente (tales como la forma del peleador, su habilidad de adaptarse y la eficacia de su estrategia).
Tanto la estética como la apreciación técnica del boxeo sirven como algún tipo de artificio. El filtrar el deporte a través del lente artístico y del análisis técnico —qué es “la dulce ciencia” sino un irónico eufemismo— son dos maneras de cómo los entusiastas del deporte reconcilian la sed de sangre con la corrección. Pero a pesar que este intento de reconciliación es suficiente para aplacar sensibilidades modernas, no puede limpiar del todo al deporte, ya que el boxeo, tanto en su historia como en su desiderata, desafía tal limpidez.
Al apreciar una pelea estéticamente, uno glorifica la violencia y sus consecuencias. El lenguaje de lo estético supone aislar al que aprecia de su enfrentamiento con la realidad, engañándolo a pensar que es una perspectiva más alta y refinada con la que disfruta ver a hombres aturdirse los cerebros. Pero este lente no mitiga la brutalidad del evento. Más aún, a los asuntos más brutales se les atribuye el mayor valor estético. La salvaje primera pelea entre Arturo Gatti y Mickey Ward, por ejemplo, es mencionada con tonos reverenciales a pesar de que la maestría boxística no es precisamente el mérito de ambos contendientes. Incluso el analista técnico piensa que interpreta esta dolorosa fisicalidad desde la distancia. Aquí, una nariz rota es producto del posicionamiento, o del ritmo, o de haber capitalizado errores. Hay verdad en estas observaciones: los boxeadores sí establecen estrategias. Pero el analista, como sea que trate de intelectualizar la contienda, es guiado en sus observaciones por un interés en un deporte fundamentalmente cruel.
Si la pregunta de por qué la gente se siente atraída hacia el deporte más cruel encuentra algo de dirección en el uso del artificio, la pregunta se convierte entonces en: ¿A quién queremos evadir con este lente estético? Y, ¿por qué?
En su ensayo El deporte más cruel, Joyce Carol Oates llama al boxeo “una imitación estilizada de un combate a muerte.” Es un equivalente de la lucha humana en términos de vida o muerte donde, mientras más cercana sea la proximidad de la muerte, mayor el mérito de la contienda. Este mérito depende de la presencia de la brutalidad, la cual infiere un placer atávico en el guerrero y en lo que Oates denomina “el triunfo del genio físico”. El linebacker que entierra al corredor en el césped, el delantero que clava la bola a pesar de ser cubierto por el defensa, el pitcher que congela al bateador con una bola rápida, son todos ejemplos del triunfo del genio físico. Para el entusiasta del boxeo, sin embargo, estas proezas palidecen en comparación a lo que se logra cuando un hombre con el torso desnudo, manos enguantadas y malas intenciones pone de espaldas a su oponente. Pero el placer en esta actividad no puede conseguirse sin suprimir —por lo menos durante 48 minutos— la consciencia formada por valores modernos. Sin esta supresión la intención del boxeo y sus brutales manifestaciones repulsarían, como a menudo lo hacen, a las sensibilidades modernas. Aquí es donde el artificio moderno se vuelve tan valioso. Ofrece un medio para evadir la angustia de la consciencia moderna clasificando al deporte más cruel como un arte —y el arte es aprobado sin importar cómo y a quién ofenda.
Para el abolicionista, esta supresión es imposible. En la sociedad moderna el deporte más cruel debe ser tabú. Pero para los fanáticos del boxeo, la supresión temporal de los valores y la consciencia modernos es tan deseable como posible. Y es un recordatorio de que la humanidad, por sobre todos los adornos de la civilización, aún exalta al conquistador; que sin importar la iluminación de la modernidad, es la antigüedad, y un estómago para lo cruel, lo que la inspira. Con la trayectoria directa de un jab, el boxeo presenta un camino de vuelta a un mundo sin las restricciones de los valores puritanos, el humanismo y la supremacía de la razón —todos ellos símbolos de la modernidad. El boxeo acepta el dolor como una herramienta pedagógica; hace de la búsqueda de la superioridad y de la capacidad de distanciarse el otro, una virtud. Quizá parte del atractivo del boxeo radique en que su crueldad apela a la visión atávica.
“El dolor es verdad; todo lo demás está sujeto a la duda”, dice el Coronel Joll en Esperando a los bárbaros. Es un enunciado que uno puede imaginar rayado sobre la pintura descascarada de una pared de gimnasio. El boxeo, como cualquier campo de pruebas, proporciona verdad, y esta verdad tiene la credibilidad adicional de ser forjada por el dolor. Cuando un hombre es golpeado por los puños de otro, el espectáculo atrae no sólo por su violencia —y el triunfo del genio físico— sino también por su credibilidad epistémica. Es una credibilidad que aumenta por el dolor. La verdad que se encuentra entre las cuerdas es primaria; en su inmediatez se presenta sin mediación psicológica alguna. Aunque no cualquiera ha sufrido ante las manos articuladas de un boxeador, todos están familiarizados con el dolor. El dolor es innegable —no lo cuestionamos, no dudamos de él. Si el dolor es en efecto verdadero, si el Coronel Joll está en lo correcto, entonces el ring promete verdad.
Incluso en los casos en que la autenticidad del evento podría cuestionarse, la verdad de lo que se aprende es seguro. Las malas decisiones, por ejemplo, a pesar de recompensar al peleador equivocado con la victoria, también ofrecen verdad, la verdad de que una injusticia ha sido cometida, que tales injusticias son posibles en el deporte, y que la forma más eficaz de lograr la victoria es la más violenta, y que por ello el deporte es, sin lugar a dudas, cruel. Ejemplos menores de estas verdades incluyen al peleador que sonríe tras recibir un gancho al hígado y cuyo dolor es traicionado por su intento de enmascararlo, o la desganada súplica del peleador derrotado que desea continuar incluso después de la intervención final del réferi. En casos como éstos, uno puede cuestionar la autenticidad del evento al mismo tiempo que se adquiere verdades acerca del deporte, de los participantes, y, por supuesto, de la audiencia. Este valor epistémico contribuye al atractivo del deporte. Tal vez el boxeo, despojado de sus laureles, es, en parte, una manifestación de nuestro deseo de saber. Queremos celebrar la fuerza descaradamente, queremos la dura verdad, la cruda realidad; queremos la autenticidad del dolor así como la nuestra propia. Y es en el boxeo, en el deporte más cruel, donde encontramos satisfacción.

fuente :Internet


Fue una combinación de derecha e izquierda la que dejó sin el “uso de la palabra ni del pensamiento” a su adversario, el elegante Salvador Esperón. Atrás quedaban siete rounds en los que Esperón parecía llevar la delantera a su contrincante, Fernando Colín.
Lastimado por la 

Fue una combinación de derecha e izquierda la que dejó sin el “uso de la palabra ni del pensamiento” a su adversario, el elegante Salvador Esperón. Atrás quedaban siete rounds en los que Esperón parecía llevar la delantera a su contrincante, Fernando Colín.
Lastimado por la combinación Esperón regresó tambaleante y casi insconciente a su esquina, donde Jack Salazar y José Juan Tablada lo recibieron en brazos a fin de reanimarlo y ponerlo en condiciones de continuar. El golpe de Colín, sin embargo, había sido decisivo. Más tarde se revelaría que la quijada de Esperón se encontraba fuera de lugar y que probablemente se habría mordido la lengua, causa de la sangre que le impedía hablar. En tales condiciones apenas pudo balbucir que le era imposible continuar. Entonces Salazar y Tablada intercambiaron opiniones. El poeta tomó la esponja y la arrojó al piso, hacia el réferi. La pelea había llegado a su fin.
Fuera de la ley, secreta y breve, aquella pelea fue la primera de trascendencia en el naciente boxeo mexicano. Para quienes la presenciaron, aquel 17 de noviembre de 1905, el resultado había definido al mejor boxeador mexicano y anunciado, por vez primera, a un campeón nacional en la categoría de peso ligero. La pelea sería también una curiosa premonición del boxeo mexicano. El fajador había vencido al esteta a fuerza de pelear con ”cada pulgada de su cuerpo”, como dijera Tablada. En las décadas siguientes una serie de boxeadores mexicanos repetiría su hazaña al imponer la voluntad sobre la técnica de sus oponentes. La fiereza mexicana se convertiría en método de sobrevivencia, luego en estilo y, finalmente, en tradición.
El contexto
A finales del siglo XIX el boxeo en México era inexistente. “El grupo en el poder parecía estar tan hastiado de sangre,” dice Luis González, “que no la quería ni en la arena ni en el palenque.” Así, desde 1877 varios estados comenzaron a prohibir las corridas de toros, las peleas de gallos y otras expresiones de la diversión popular. Y por supuesto, las peleas por dinero se vieron como una expresión barbárica por completo ajena al progreso, el orden y la civilidad que tanto se ansiaba.
No obstante, en los salones de clases acomodadas eran comunes y muy bien vistas las exhibiciones y prácticas de tiro, florete, y pugilato. En 1878, por ejemplo, Ireneo Paz, abuelo de Octavio, participó en una práctica de tiro y pugilato en la casa del reconocido maestro Cavantous, en la cual sobresalió Don Pedro Quintero, quien desde entonces daba clases de florete, sable, puñal y pugilato a precios módicos. Para aquellos caballeros la práctica de estas artes de combate representaba una alternativa civilizada a los duelos con pistola que seguían siendo la vía más expedita para resolver un asunto. Eran expresiones elegantes, además, y mientras dos pugilistas exhibieran el arte antes que la crueldad motivada po el dinero de los apostadores, una exhibición así podía ser contemplada por altos funcionarios, como el mismo presidente de la república, Porfirio Díaz, o el gobernador del Distrito Federal, que llegaron a acudir a veladas en las que se dieron este tipo de exhibiciones.
Fuera de ese ámbito de protección y elegancia, no es difícil comprender que una sociedad como la mexicana viera con cierto horror esos “toros à la inglesa”, en la que dos hombres intercambiaban golpes, mordidas y retortijones hasta que uno de los dos no podía más. Además, en aquellos años el boxeo no había evolucionado en el espectáculo que pocos años más tarde atraería a multitudes. A pesar de que las Reglas del Marques de Quensberry se habían publicado en 1861, el boxeo de las décadas de 1870 y 1880 seguían bajo el dominio de las reglas del boxeo a mano limpia, y a tal grado que John L. Sullivan, adhieriente de los guantes y de las reglas del Marqués, tuvo que pelear a mano limpia por el campeonato de los pesados. Dichas peleas podían durar horas y decenas de rounds porque cada uno de estos terminaba en cuanto un combatiente caía y porque los treinta segundos que había entre round y round permitían a un hombre recuperarse y volver a la pelea. Tales encuentros incluían movimientos de lucha, con los cuales un pugilista tiraba al otro y caía sobre él, y llaves, que solían provocar brazos rotos, así como toda clase de marrullerías que hoy día llevarían a la descalificación. Así, la clásica pose que hoy vemos en ilustraciones victorianas, con la guardia larga y el peso en la pierna trasera, era obligada si se quería evitar este tipo de agarres. Más aún, sin guantes que protegieran las manos los golpes directos y duros eran poco comunes, y el nocaut, por lo tanto, una auténtica rareza. Por ello los viajeros que viajaban a Inglaterra relataban con horror estas peleas que no llegaban a su fin sino hasta que uno de los contrincantes era incapaz de acercarse a la línea central.
En México la indignación era la misma. Con cierta frecuencia los periódicos publicaban los artículos de estos viajeros, españoles y franceses principalmente, en los que se criticaba a la alta sociedad inglesa por ser tan aficionada al pugilato y, al mismo tiempo, tan críticos con las corridas de toros. Siguiendo el ejemplo de Estados Unidos, varios estados en México prohibieron, si no las exhibiciones de boxeo, sí las peleas por dinero en las que apostadores y mafiosos querían hacer valer sus reglas. Para las autoridades porfirianas, el boxeo debía representar un gran salto atrás en el proceso civilizatorio que tanto ansiaban y no dudaban en ejercer la fuerza con tal de impedir una pelea profesional. Quizá el caso más famoso fue el  enfrentamiento, en 1896, de Bob Fitzsimmonds contra Peter Maher. Puesto que la pelea no podía llevarse a cabo en el estado de Texas, los organizadores buscaron una alternativa y la encontraron en un sitio al sur del Río Bravo, cerca de Langtry. Texas. El lugar era perfecto porque impedía la actuación de los rangers de Texas y porque dada su ubicación sería muy difícil que las tropas porfiristas pudieran arribar a tiempo e impedir la pelea. A pesar de que Maher era un campeón nominal, aquella fue la única vez que se llevó a cabo una pelea de campeonato mundial de pesos pesados en territorio nacional.
A principios del siglo XX el arribo de la nueva cultura física comienza a despertar curiosidad por el boxeo en algunos sectores de la sociedad mexicana. Ya no era raro que en clubes o salones hiciera su aparición uno que otro boxeador y que se le reconociera por la asertividad con que mostraba su oficio. Kid Mitchell, uno de los maestros más constantes que tuvieron los fifís de aquellos años, podía hacer su aparición aquí y allá y querer demostrar a la primera sus habilidades como pugilista. Si antes los maestros de combate ofrecían clases de varias disciplinas, en aquellos primeros años del siglo XX una serie de boxeadores llegó a México a dar clases y exhibiciones en clubes y gimnasios. Para los jóvenes mexicanos de buena posición, con el suficiente tiempo libre como para poder pasar las tardes en el club o en el gimnasio, el boxeo estaba lejos de ser una profesión y la mayoría de los encuentros que disputaban eran exhibiciones de unos pocos rounds.
Sin embargo en los clubes más importantes de aquellos años, el Ugartechea y el Olímpico, los asiduos estaban de acuerdo en que Salvador Esperón y Fernando Colín eran sin ninguna duda los pugilistas mexicanos más avanzados.
La pelea
Según José Juan Tablada, fue un grupo de entusiastas, socios del Ugartechea y el Olímpico, el que se acercó a ambos boxeadores a fin de sugerir un match que decidiera de una vez por todas quién era el mejor boxeador mexicano. No existía nada parecido a una organización nacional que validara el encuentro, mucho menos se contaba con la avenencia de las autoridades o siquiera con un precedente histórico. En la historia deportiva mexicana no había nada semejante a un campeón nacional.
Oriundo de Monterrey, Fernando Colín viajó con su familia a la ciudad de México cuando aún era niño. Probablemente nació en 1881. Sus primeras lecciones de boxeo las recibió de un profesor llamado Enrique Méndez y muy poco tiempo después, al menos desde los 18 años, se le comienza a ver en exhibiciones de pugilato y esgrima, siempre entre los primeros lugares. Hacia los 20 años enfrenta ya a boxeadores extranjeros, a quienes vence gracias a su poderoso golpeteo. A pesar de que se ha repetido que la primera pelea de Esperón contra Colín fue en 1904, algunos periódicos mencionan que en 1900 Colín le ganó por primera vez en el Salón Verdi, una victoria que sin embargo no fue lo suficientemente decisiva como para asegurar la superioridad de uno sobre el otro.
Su oponente, Salvador Esperón de la Flor, nació en Oaxaca el 16 de abril de 1879, en el seno de una familia con fuertes conexiones políticas –al parecer rama oaxaqueña de la descendencia de Moctezuma II. Tras venir con su familia a la capital estudió en el Liceo Fournier (uno de sus compañeros fue el hijo del poeta Juan de Dios Peza) y más tarde en la Escuela Nacional Preparatoria. Al igual que Colín comienza desde muy joven a participar en exhibiciones de pugilato y luego a entrenar seriamente en el gimnasio del Colegio Militar, bajo la guía del profesor Emilio Lobato.
Al momento del reto Esperón y Colín tenían sin asomo de duda las mejores credenciales en el pequeño mundo del pugilato mexicano. Sólo quedaba saber quién era, de una vez por todas, el mejor boxeador mexicano del momento.
Tras discutirlo se pactó que la pelea se realizaría el 15 de noviembre de 1905 en el patio del Club Cosmopolitan, cuyas instalaciones permitirían acomodar sillas para 500 personas y admitir de pie a otra cantidad igual. Bajo las reglas del Marqués de Quensberry los boxeadores usarían guantes de cinco onzas y pelearían 20 rounds de tres minutos con un minuto de descanso.  La bolsa para el vencedor sería de 1500 pesos.
La noticia del encuentro se extendió pronto por la capital. Con anterioridad había habido eventos deportivos importantes pero ninguno como el que enfrentaría a los mejores pugilistas del momento y que coronaría, entre la prensa y los entusiastas, al primer campeón de México. Durante años se había oído hablar de campeones extranjeros, Sullivan, Fitzsimmonds, Jeffries, y se seguían sus andanzas en Estados Unidos e Inglaterra. Era un deporte bárbaro pero como todo lo prohibido sus retos y apuestas no dejaban de producir fascinación.
A pocos días de la pelea los 500 asientos ya estaban vendidos. En declaraciones a la prensa Colín dijo que nunca había estado en mejor forma física en su vida y no dudaba que saldría con la victoria. Esperón, por su parte, esperaba que su juego de pies fuera factor para salir con la victoria. Aún así era difícil predecir el resultado de una pelea tan pareja y eso sólo animaba la discusión. Colín se había demostrado como un fuerte pegador, capaz de recibir castigo y su único punto débil eran los golpes al cuerpo. Con su mayor movilidad se pensaba que Esperón podría penetrar su guardia y obtener una mayor ventaja.
El día de la pelea mil espectadores llenaron los asientos y los lugares cercanos al ring. A las ocho de la noche no cabía un alma en el patio del Club. Reporteros, fifís, funcionarios y simples aficionados esperaban con expectación lo que habría de suceder. Pero entre el público, sembrados aquí y allá había numerosos gendarmes cuya misión era prevenir el encuentro entre Colín y Esperón. El resto del programa, exhibiciones de lucha y boxeo de pocos rounds, podía llevarse a cabo siempre y cuando el match principal no se llevara a cabo. Viendo que sin el encuentro principal la noche no tendría sentido, el resto de los pugilistas y luchadores decidieron que no darían función. Decepcionada, la gente comenzó a abandonar el club. El boxeo mexicano comenzaba a hacer historia pero la salvaguarda de las buenas costumbres, en este caso el gobernador del DF Guillermo Landa y Escandón, lo impedía.
La ironía quizo, sin embargo, que la pelea se llevara a cabo en la casa del mismísimo gobernador, cuyo hijo, Pablo Escandón, era un entusiasta empedernido del boxeo. Arreglados los detalles, cien personas escogidas conocieron el santo y seña del encuentro y se dirigieron a la casa de los Escandón, por la actual zona de Puente de Alvarado. La fortuna quiso que la esposa del gobernador tuviera una fiesta y que durante algún tiempo la entrada de varios coches a la casa no llamara la atención. Tablada asegura que las señoras quisieron alertar por teléfono a las autoridades pero que Pablito se había adelantado y cortado las líneas telefónicas.
Así, todo dispuesto y ante un grupo de lo más selecto, Salvador Esperón emergió acompañado de Jack Salazar y del “representante del club Ugartechea”, José Juan Tablada. Minutos más tarde Fernando Colín subió al ring acompañado por su entrenador, Kid Mitchell, y un peleador con el singular apodo de Kentucky Rosebud.
La pelea fue una guerra, no menos que cualquiera de los combates que han hecho del boxeo mexicano una atracción mundial. Desde el primer round ambos peleadores salieron a imponerse. A decir del réferi López, y de los golpes que lanzó al costado izquierdo de Esperón, la estrategia de Colín era atacar al cuerpo. A pesar de ello, fue Esperón quien prevaleció en ese y los siguientes rounds. Hubo muchos clinchs y golpes volados. A la distancia Colín era más efectivo debido a su mayor alcance y poder, pero durante el clinch Esperón mostraba su maestría al usar su mano libre para libre para castigar a Colín, en recuerdo, quizá, de  aquellos tiempos en Oaxaca cuando Esperón y otros niños se enfrentaban a golpes siempre tomados de una mano. Así, en el infighting, por cada golpe de Colín, Esperón conectaba dos. En el cuarto round Esperón atacó con furia y un golpe en el cuerpo hizo que Colín cayera extendido sobre el suelo. Pero el tirmo había sido demasiado y Esperón fue incapaz de terminar con su rival. La pelea, sin embargo, parecía estar cada vez más de su lado, y confiado  regresó a su esquina sonriente, casi hablador. José Juan Tablada menciona que Esperón peleaba con tanta  confianza que durante la pelea hablaba con la gente de ringside. Pero es difícil imaginar que hubiera subestimado tanto el poder de Colín, bien conocido por todos, y que no se hubiera preocupado teniendo en cuenta que se había entrenado durante tres largos meses. En el quinto round Colín volvió a atacar el cuerpo, nuevamente el costado izquierdo, pero Esperón contestó con fuertes golpes que le valieron el round. El sexto fue cerrado, con muchos clinchs de por medio, pero un round para Colín, que parecía recuperarse del castigo y estar cada vez más cerca de Esperón. Para el séptimo ambos contendientes salieron con renovadas energías. El round fue parejo hasta que faltando treinta segundos se trenzaron en un abrazo. Al salir del clinch Colín se colocó en posición y lanzó una terrible derecha que mandó a Esperón contra las cuerdas, en la cuales rebotó solo para que Colín conectara esta vez con la izquierda, mandando a Esperón al piso. Éste logró colocarse con una rodilla en tierra, atontado. En dos ocasiones hizo un intento por levantarse y finalmente lo logró en el tercero. El público gritó que Esperón no había superado la cuenta pero el réferi, que se encontraba de rodillas, vio claramente que la rodilla de Esperón se había separado del suelo por lo menos unos treinta centímetros. Así que viéndolo de pie Colín se lanzó sobre su oponente y conectó duros golpes en el cuello y el cuerpo. Nuevamente Esperón fue a dar al piso, esta vez bajo las cuerdas. El réferi comenzó la cuenta de protección pero al alcanzar el 8 se escuchó el grito de ¡Time!
Sus ayudantes lo llevaron a la esquina e intentaron reanimarlo. Era inútil. Con la quijada lastimada y la sangre impidiéndole la respiración, sería un homicidio mandanrlo de vuelta al ring. Así, la esponja voló al centro del ring, dando por ganador a Fernando Colín.
Colín dijo que debía la pelea a sus entrenadores, en especial a Kid Mitchell. “Pensé que sería más fácil,” dijo al Mexican Herald. “Y me sorprendió mucho la inteligencia que mostró Esperón. Tuve que hacer un esfuerzo muy grande para superar el cuarto round.” Esperón dijo que había sido vencido justamente. Estaba seguro de que ganaría la pelea pero había subestimado la habilidad y el poder de pegada de su oponente.
El mismo Mexican Herald anunció com bombo y platillo que Colín pasaría a la historia como el primer héroe del boxeo mexicano en un deporte que ha “endiosado a Aquiles y otros héroes de Grecia, para no hablar de Tom Sayers [a quien se le atribuye haber peleado la primera pelea de campeonato a puño limpio], Jim Jeffries y otras celebridades de los tiempos modernos.”
Y si bien la pelea fue motivo de mucha atención por parte de la nueca afición deportiva, también fue motivo de críticas debido a la manera en que se había realizado, por lo que el gobernador del DF impuso una multa de cien pesos a ambos peleadores.
En su reporte, el periódico El Tiempo externó su preocupación de que varias personas hubieran visto “el principio de una nueva y bárbara diversión, que no es difícil llegue a extenderse y arraigarse en México, como en Inglaterra y Estados Unidos.” Y citaba al novelista español Juan Valera, cuyas opiniones son casi un reflejo de las opiniones que hoy en día tiene un novelista como Pérez Reverte: “Dignas de la epopeya son tales luchas; pero no se puede negar que son brutales y harto impropias de la civilizada y filantrópica edad en que vivimos.”
Los editores de El Tiempo no tenían manera de saber que sus palabras resultarían proféticas. En quienes lo presenciaron, aquel encuentro había despertado el entusiasmo por una actividad que ofrecía drama, emoción y sorpresas.
***
Para Fernando Colín y Salvador Esperón aquella pelea tendría consecuencias muy diferentes. Atleta consumado, Colín se retiraría como campeón dos años más tarde, prefiriendo dedicar su talento en exhibiciones de esgrima y hasta de novillero, antes que seguir en el boxeo y arriesgar aún más sus ojos. Para Esperón esa pelea y las subsecuentes dejarían una honda huella, a veces en la forma de la decepción, pero también una gran experiencia que con los años lo transformarían en un profesor del boxeo y en el autor del primer manual de boxeo. Como impulsado por la derrota que acababa de sufrir en una pelea histórica en todos los sentidos, se embarcó en una presecución pública de Colín para efectuar la revancha, sin éxito, y en una serie de exhibiciones en varias partes del país. Sus encuentros con Kid Mitchell y Carlos Tijera, una de las nuevas promesas del boxeo mexicano, serían en particular humillantes. A pesar de ello, y como retando a sus críticos, Esperón continuó en el mundo del boxeo en exhibiciones, como entrenador y como réferi. Su récord, a decir del propio Esperón, es de 41 peleas ganadas y 2 perdidas. Su última pelea fue contra el mexicano Mike Febles, uno de los pioneros del boxeo en Cuba, y a quienes muchos atribuyen el origen del boxeo mexicano.
Con los años Esperón fue profesor de boxeo en el Colegio Militar de la Escuela Nacional de Jurisprudencia del Estado Mayor Presidencial, en el Club Deportivo Internacional de la YMCA; en la Escuela Militar de Aeronáutica; en la Escuela Nacional Preparatoria, así como entrenador del Equipo de Box de la Comisión Nacional de Irrigación y uno de los fundadores de la Comisión de Box del Distrito Federal.
Finalmente, en 1945, Esperón sintetizaría su experiencia en un libro llamado El boxeo científico (por que «los boxeadores son incapaces de escribir y los escritores no saben nada de boxeo») con el que deseaba facilitar el aprendizaje a grupos escolares y hacer así popular “el más varonil de todos los deportes”.  En El boxeo científico Esperón se queja de los gimnasios que reciben a esos jóvenes valientes que son “entrenados” y finalmente lanzados al ruedo por mánagers improvisados. “… desde que en 1912 Patricio Martínez Arredondo fundó en México la escuela del valor, todos nuestros boxeadores han seguido por espíritu de imitación el mismo camino, con más o menos suerte, pero sin tratar de corregir siquiera la mala posición de sus brazos, y obedeciendo casi todos a un proceso infantil tan falto de habilidad para la defensa como de malicia y de firmeza para el ataque.”  “Y hoy,” agrega, “tras de haber intentado veinte veces enseñar a boxear, como he dicho ya, a profesionales que hubieran cuadruplicado su destreza en muy poco tiempo, y a quienes los managers impidieron siempre todo contacto conmigo (podría yo citar muchos casos llenos de incidentes curiosos) me decido al fin a publicar este tomo sin pretensión alguna, y esperando tan solo que sea para el bien del Boxeo Nacional y en pro de nuestra Raza a la que hace tanta falta el deporte.”
Tenía 66 años cuando escribió estas líneas. En su manual salen a relucir los estilos de Jim Jeffries, Jack Dempsey, Willie Pep y tantos otros. Al tanto de cada uno de los movimientos del boxeo, su idea era esencialmente contraofensiva y lo que algunos entrenadores suelen llamar hoy en día “clásico”, es decir el entendido de que cada movimiento tiene una respuesta y una contrarespuesta.
Como si validara el desprecio de las clases altas por el boxeo, El boxeo científico queda como una de esas piezas singulares que nunca lograron encajar en la historia del boxeo mexicano, ni como influencia en su momento ni como literatura del deporte. Es sin embargo el primer manual científico del boxeo mexicano escrito por uno de sus más talentosos practicantes.
Antes que Mike Febles, Luis Ordaz, Fernando Aragón, Battling Shaw y tantos otros, Salvador Esperón, Fernando Colín, Carlos Tijera y extranjeros como Kid Mitchell, Kid Lavigne y Jim Smith, el Diamante Negro de Guanajuato, conformaron la primera generación del boxeo profesional mexicano.ación Esperón regresó tambaleante y casi insconciente a su esquina, donde Jack Salazar y José Juan Tablada lo recibieron en brazos a fin de reanimarlo y ponerlo en condiciones de continuar. El golpe de Colín, sin embargo, había sido decisivo. Más tarde se revelaría que la quijada de Esperón se encontraba fuera de lugar y que probablemente se habría mordido la lengua, causa de la sangre que le impedía hablar. En tales condiciones apenas pudo balbucir que le era imposible continuar. Entonces Salazar y Tablada intercambiaron opiniones. El poeta tomó la esponja y la arrojó al piso, hacia el réferi. La pelea había llegado a su fin.
Fuera de la ley, secreta y breve, aquella pelea fue la primera de trascendencia en el naciente boxeo mexicano. Para quienes la presenciaron, aquel 17 de noviembre de 1905, el resultado había definido al mejor boxeador mexicano y anunciado, por vez primera, a un campeón nacional en la categoría de peso ligero. La pelea sería también una curiosa premonición del boxeo mexicano. El fajador había vencido al esteta a fuerza de pelear con ”cada pulgada de su cuerpo”, como dijera Tablada. En las décadas siguientes una serie de boxeadores mexicanos repetiría su hazaña al imponer la voluntad sobre la técnica de sus oponentes. La fiereza mexicana se convertiría en método de sobrevivencia, luego en estilo y, finalmente, en tradición.
El contexto
A finales del siglo XIX el boxeo en México era inexistente. “El grupo en el poder parecía estar tan hastiado de sangre,” dice Luis González, “que no la quería ni en la arena ni en el palenque.” Así, desde 1877 varios estados comenzaron a prohibir las corridas de toros, las peleas de gallos y otras expresiones de la diversión popular. Y por supuesto, las peleas por dinero se vieron como una expresión barbárica por completo ajena al progreso, el orden y la civilidad que tanto se ansiaba.
No obstante, en los salones de clases acomodadas eran comunes y muy bien vistas las exhibiciones y prácticas de tiro, florete, y pugilato. En 1878, por ejemplo, Ireneo Paz, abuelo de Octavio, participó en una práctica de tiro y pugilato en la casa del reconocido maestro Cavantous, en la cual sobresalió Don Pedro Quintero, quien desde entonces daba clases de florete, sable, puñal y pugilato a precios módicos. Para aquellos caballeros la práctica de estas artes de combate representaba una alternativa civilizada a los duelos con pistola que seguían siendo la vía más expedita para resolver un asunto. Eran expresiones elegantes, además, y mientras dos pugilistas exhibieran el arte antes que la crueldad motivada po el dinero de los apostadores, una exhibición así podía ser contemplada por altos funcionarios, como el mismo presidente de la república, Porfirio Díaz, o el gobernador del Distrito Federal, que llegaron a acudir a veladas en las que se dieron este tipo de exhibiciones.
Fuera de ese ámbito de protección y elegancia, no es difícil comprender que una sociedad como la mexicana viera con cierto horror esos “toros à la inglesa”, en la que dos hombres intercambiaban golpes, mordidas y retortijones hasta que uno de los dos no podía más. Además, en aquellos años el boxeo no había evolucionado en el espectáculo que pocos años más tarde atraería a multitudes. A pesar de que las Reglas del Marques de Quensberry se habían publicado en 1861, el boxeo de las décadas de 1870 y 1880 seguían bajo el dominio de las reglas del boxeo a mano limpia, y a tal grado que John L. Sullivan, adhieriente de los guantes y de las reglas del Marqués, tuvo que pelear a mano limpia por el campeonato de los pesados. Dichas peleas podían durar horas y decenas de rounds porque cada uno de estos terminaba en cuanto un combatiente caía y porque los treinta segundos que había entre round y round permitían a un hombre recuperarse y volver a la pelea. Tales encuentros incluían movimientos de lucha, con los cuales un pugilista tiraba al otro y caía sobre él, y llaves, que solían provocar brazos rotos, así como toda clase de marrullerías que hoy día llevarían a la descalificación. Así, la clásica pose que hoy vemos en ilustraciones victorianas, con la guardia larga y el peso en la pierna trasera, era obligada si se quería evitar este tipo de agarres. Más aún, sin guantes que protegieran las manos los golpes directos y duros eran poco comunes, y el nocaut, por lo tanto, una auténtica rareza. Por ello los viajeros que viajaban a Inglaterra relataban con horror estas peleas que no llegaban a su fin sino hasta que uno de los contrincantes era incapaz de acercarse a la línea central.
En México la indignación era la misma. Con cierta frecuencia los periódicos publicaban los artículos de estos viajeros, españoles y franceses principalmente, en los que se criticaba a la alta sociedad inglesa por ser tan aficionada al pugilato y, al mismo tiempo, tan críticos con las corridas de toros. Siguiendo el ejemplo de Estados Unidos, varios estados en México prohibieron, si no las exhibiciones de boxeo, sí las peleas por dinero en las que apostadores y mafiosos querían hacer valer sus reglas. Para las autoridades porfirianas, el boxeo debía representar un gran salto atrás en el proceso civilizatorio que tanto ansiaban y no dudaban en ejercer la fuerza con tal de impedir una pelea profesional. Quizá el caso más famoso fue el  enfrentamiento, en 1896, de Bob Fitzsimmonds contra Peter Maher. Puesto que la pelea no podía llevarse a cabo en el estado de Texas, los organizadores buscaron una alternativa y la encontraron en un sitio al sur del Río Bravo, cerca de Langtry. Texas. El lugar era perfecto porque impedía la actuación de los rangers de Texas y porque dada su ubicación sería muy difícil que las tropas porfiristas pudieran arribar a tiempo e impedir la pelea. A pesar de que Maher era un campeón nominal, aquella fue la única vez que se llevó a cabo una pelea de campeonato mundial de pesos pesados en territorio nacional.
A principios del siglo XX el arribo de la nueva cultura física comienza a despertar curiosidad por el boxeo en algunos sectores de la sociedad mexicana. Ya no era raro que en clubes o salones hiciera su aparición uno que otro boxeador y que se le reconociera por la asertividad con que mostraba su oficio. Kid Mitchell, uno de los maestros más constantes que tuvieron los fifís de aquellos años, podía hacer su aparición aquí y allá y querer demostrar a la primera sus habilidades como pugilista. Si antes los maestros de combate ofrecían clases de varias disciplinas, en aquellos primeros años del siglo XX una serie de boxeadores llegó a México a dar clases y exhibiciones en clubes y gimnasios. Para los jóvenes mexicanos de buena posición, con el suficiente tiempo libre como para poder pasar las tardes en el club o en el gimnasio, el boxeo estaba lejos de ser una profesión y la mayoría de los encuentros que disputaban eran exhibiciones de unos pocos rounds.
Sin embargo en los clubes más importantes de aquellos años, el Ugartechea y el Olímpico, los asiduos estaban de acuerdo en que Salvador Esperón y Fernando Colín eran sin ninguna duda los pugilistas mexicanos más avanzados.
La pelea
Según José Juan Tablada, fue un grupo de entusiastas, socios del Ugartechea y el Olímpico, el que se acercó a ambos boxeadores a fin de sugerir un match que decidiera de una vez por todas quién era el mejor boxeador mexicano. No existía nada parecido a una organización nacional que validara el encuentro, mucho menos se contaba con la avenencia de las autoridades o siquiera con un precedente histórico. En la historia deportiva mexicana no había nada semejante a un campeón nacional.
Oriundo de Monterrey, Fernando Colín viajó con su familia a la ciudad de México cuando aún era niño. Probablemente nació en 1881. Sus primeras lecciones de boxeo las recibió de un profesor llamado Enrique Méndez y muy poco tiempo después, al menos desde los 18 años, se le comienza a ver en exhibiciones de pugilato y esgrima, siempre entre los primeros lugares. Hacia los 20 años enfrenta ya a boxeadores extranjeros, a quienes vence gracias a su poderoso golpeteo. A pesar de que se ha repetido que la primera pelea de Esperón contra Colín fue en 1904, algunos periódicos mencionan que en 1900 Colín le ganó por primera vez en el Salón Verdi, una victoria que sin embargo no fue lo suficientemente decisiva como para asegurar la superioridad de uno sobre el otro.
Su oponente, Salvador Esperón de la Flor, nació en Oaxaca el 16 de abril de 1879, en el seno de una familia con fuertes conexiones políticas –al parecer rama oaxaqueña de la descendencia de Moctezuma II. Tras venir con su familia a la capital estudió en el Liceo Fournier (uno de sus compañeros fue el hijo del poeta Juan de Dios Peza) y más tarde en la Escuela Nacional Preparatoria. Al igual que Colín comienza desde muy joven a participar en exhibiciones de pugilato y luego a entrenar seriamente en el gimnasio del Colegio Militar, bajo la guía del profesor Emilio Lobato.
Al momento del reto Esperón y Colín tenían sin asomo de duda las mejores credenciales en el pequeño mundo del pugilato mexicano. Sólo quedaba saber quién era, de una vez por todas, el mejor boxeador mexicano del momento.
Tras discutirlo se pactó que la pelea se realizaría el 15 de noviembre de 1905 en el patio del Club Cosmopolitan, cuyas instalaciones permitirían acomodar sillas para 500 personas y admitir de pie a otra cantidad igual. Bajo las reglas del Marqués de Quensberry los boxeadores usarían guantes de cinco onzas y pelearían 20 rounds de tres minutos con un minuto de descanso.  La bolsa para el vencedor sería de 1500 pesos.
La noticia del encuentro se extendió pronto por la capital. Con anterioridad había habido eventos deportivos importantes pero ninguno como el que enfrentaría a los mejores pugilistas del momento y que coronaría, entre la prensa y los entusiastas, al primer campeón de México. Durante años se había oído hablar de campeones extranjeros, Sullivan, Fitzsimmonds, Jeffries, y se seguían sus andanzas en Estados Unidos e Inglaterra. Era un deporte bárbaro pero como todo lo prohibido sus retos y apuestas no dejaban de producir fascinación.
A pocos días de la pelea los 500 asientos ya estaban vendidos. En declaraciones a la prensa Colín dijo que nunca había estado en mejor forma física en su vida y no dudaba que saldría con la victoria. Esperón, por su parte, esperaba que su juego de pies fuera factor para salir con la victoria. Aún así era difícil predecir el resultado de una pelea tan pareja y eso sólo animaba la discusión. Colín se había demostrado como un fuerte pegador, capaz de recibir castigo y su único punto débil eran los golpes al cuerpo. Con su mayor movilidad se pensaba que Esperón podría penetrar su guardia y obtener una mayor ventaja.
El día de la pelea mil espectadores llenaron los asientos y los lugares cercanos al ring. A las ocho de la noche no cabía un alma en el patio del Club. Reporteros, fifís, funcionarios y simples aficionados esperaban con expectación lo que habría de suceder. Pero entre el público, sembrados aquí y allá había numerosos gendarmes cuya misión era prevenir el encuentro entre Colín y Esperón. El resto del programa, exhibiciones de lucha y boxeo de pocos rounds, podía llevarse a cabo siempre y cuando el match principal no se llevara a cabo. Viendo que sin el encuentro principal la noche no tendría sentido, el resto de los pugilistas y luchadores decidieron que no darían función. Decepcionada, la gente comenzó a abandonar el club. El boxeo mexicano comenzaba a hacer historia pero la salvaguarda de las buenas costumbres, en este caso el gobernador del DF Guillermo Landa y Escandón, lo impedía.
La ironía quizo, sin embargo, que la pelea se llevara a cabo en la casa del mismísimo gobernador, cuyo hijo, Pablo Escandón, era un entusiasta empedernido del boxeo. Arreglados los detalles, cien personas escogidas conocieron el santo y seña del encuentro y se dirigieron a la casa de los Escandón, por la actual zona de Puente de Alvarado. La fortuna quiso que la esposa del gobernador tuviera una fiesta y que durante algún tiempo la entrada de varios coches a la casa no llamara la atención. Tablada asegura que las señoras quisieron alertar por teléfono a las autoridades pero que Pablito se había adelantado y cortado las líneas telefónicas.
Así, todo dispuesto y ante un grupo de lo más selecto, Salvador Esperón emergió acompañado de Jack Salazar y del “representante del club Ugartechea”, José Juan Tablada. Minutos más tarde Fernando Colín subió al ring acompañado por su entrenador, Kid Mitchell, y un peleador con el singular apodo de Kentucky Rosebud.
La pelea fue una guerra, no menos que cualquiera de los combates que han hecho del boxeo mexicano una atracción mundial. Desde el primer round ambos peleadores salieron a imponerse. A decir del réferi López, y de los golpes que lanzó al costado izquierdo de Esperón, la estrategia de Colín era atacar al cuerpo. A pesar de ello, fue Esperón quien prevaleció en ese y los siguientes rounds. Hubo muchos clinchs y golpes volados. A la distancia Colín era más efectivo debido a su mayor alcance y poder, pero durante el clinch Esperón mostraba su maestría al usar su mano libre para libre para castigar a Colín, en recuerdo, quizá, de  aquellos tiempos en Oaxaca cuando Esperón y otros niños se enfrentaban a golpes siempre tomados de una mano. Así, en el infighting, por cada golpe de Colín, Esperón conectaba dos. En el cuarto round Esperón atacó con furia y un golpe en el cuerpo hizo que Colín cayera extendido sobre el suelo. Pero el tirmo había sido demasiado y Esperón fue incapaz de terminar con su rival. La pelea, sin embargo, parecía estar cada vez más de su lado, y confiado  regresó a su esquina sonriente, casi hablador. José Juan Tablada menciona que Esperón peleaba con tanta  confianza que durante la pelea hablaba con la gente de ringside. Pero es difícil imaginar que hubiera subestimado tanto el poder de Colín, bien conocido por todos, y que no se hubiera preocupado teniendo en cuenta que se había entrenado durante tres largos meses. En el quinto round Colín volvió a atacar el cuerpo, nuevamente el costado izquierdo, pero Esperón contestó con fuertes golpes que le valieron el round. El sexto fue cerrado, con muchos clinchs de por medio, pero un round para Colín, que parecía recuperarse del castigo y estar cada vez más cerca de Esperón. Para el séptimo ambos contendientes salieron con renovadas energías. El round fue parejo hasta que faltando treinta segundos se trenzaron en un abrazo. Al salir del clinch Colín se colocó en posición y lanzó una terrible derecha que mandó a Esperón contra las cuerdas, en la cuales rebotó solo para que Colín conectara esta vez con la izquierda, mandando a Esperón al piso. Éste logró colocarse con una rodilla en tierra, atontado. En dos ocasiones hizo un intento por levantarse y finalmente lo logró en el tercero. El público gritó que Esperón no había superado la cuenta pero el réferi, que se encontraba de rodillas, vio claramente que la rodilla de Esperón se había separado del suelo por lo menos unos treinta centímetros. Así que viéndolo de pie Colín se lanzó sobre su oponente y conectó duros golpes en el cuello y el cuerpo. Nuevamente Esperón fue a dar al piso, esta vez bajo las cuerdas. El réferi comenzó la cuenta de protección pero al alcanzar el 8 se escuchó el grito de ¡Time!
Sus ayudantes lo llevaron a la esquina e intentaron reanimarlo. Era inútil. Con la quijada lastimada y la sangre impidiéndole la respiración, sería un homicidio mandanrlo de vuelta al ring. Así, la esponja voló al centro del ring, dando por ganador a Fernando Colín.
Colín dijo que debía la pelea a sus entrenadores, en especial a Kid Mitchell. “Pensé que sería más fácil,” dijo al Mexican Herald. “Y me sorprendió mucho la inteligencia que mostró Esperón. Tuve que hacer un esfuerzo muy grande para superar el cuarto round.” Esperón dijo que había sido vencido justamente. Estaba seguro de que ganaría la pelea pero había subestimado la habilidad y el poder de pegada de su oponente.
El mismo Mexican Herald anunció com bombo y platillo que Colín pasaría a la historia como el primer héroe del boxeo mexicano en un deporte que ha “endiosado a Aquiles y otros héroes de Grecia, para no hablar de Tom Sayers [a quien se le atribuye haber peleado la primera pelea de campeonato a puño limpio], Jim Jeffries y otras celebridades de los tiempos modernos.”
Y si bien la pelea fue motivo de mucha atención por parte de la nueca afición deportiva, también fue motivo de críticas debido a la manera en que se había realizado, por lo que el gobernador del DF impuso una multa de cien pesos a ambos peleadores.
En su reporte, el periódico El Tiempo externó su preocupación de que varias personas hubieran visto “el principio de una nueva y bárbara diversión, que no es difícil llegue a extenderse y arraigarse en México, como en Inglaterra y Estados Unidos.” Y citaba al novelista español Juan Valera, cuyas opiniones son casi un reflejo de las opiniones que hoy en día tiene un novelista como Pérez Reverte: “Dignas de la epopeya son tales luchas; pero no se puede negar que son brutales y harto impropias de la civilizada y filantrópica edad en que vivimos.”
Los editores de El Tiempo no tenían manera de saber que sus palabras resultarían proféticas. En quienes lo presenciaron, aquel encuentro había despertado el entusiasmo por una actividad que ofrecía drama, emoción y sorpresas.
***
Para Fernando Colín y Salvador Esperón aquella pelea tendría consecuencias muy diferentes. Atleta consumado, Colín se retiraría como campeón dos años más tarde, prefiriendo dedicar su talento en exhibiciones de esgrima y hasta de novillero, antes que seguir en el boxeo y arriesgar aún más sus ojos. Para Esperón esa pelea y las subsecuentes dejarían una honda huella, a veces en la forma de la decepción, pero también una gran experiencia que con los años lo transformarían en un profesor del boxeo y en el autor del primer manual de boxeo. Como impulsado por la derrota que acababa de sufrir en una pelea histórica en todos los sentidos, se embarcó en una presecución pública de Colín para efectuar la revancha, sin éxito, y en una serie de exhibiciones en varias partes del país. Sus encuentros con Kid Mitchell y Carlos Tijera, una de las nuevas promesas del boxeo mexicano, serían en particular humillantes. A pesar de ello, y como retando a sus críticos, Esperón continuó en el mundo del boxeo en exhibiciones, como entrenador y como réferi. Su récord, a decir del propio Esperón, es de 41 peleas ganadas y 2 perdidas. Su última pelea fue contra el mexicano Mike Febles, uno de los pioneros del boxeo en Cuba, y a quienes muchos atribuyen el origen del boxeo mexicano.
Con los años Esperón fue profesor de boxeo en el Colegio Militar de la Escuela Nacional de Jurisprudencia del Estado Mayor Presidencial, en el Club Deportivo Internacional de la YMCA; en la Escuela Militar de Aeronáutica; en la Escuela Nacional Preparatoria, así como entrenador del Equipo de Box de la Comisión Nacional de Irrigación y uno de los fundadores de la Comisión de Box del Distrito Federal.
Finalmente, en 1945, Esperón sintetizaría su experiencia en un libro llamado El boxeo científico (por que «los boxeadores son incapaces de escribir y los escritores no saben nada de boxeo») con el que deseaba facilitar el aprendizaje a grupos escolares y hacer así popular “el más varonil de todos los deportes”.  En El boxeo científico Esperón se queja de los gimnasios que reciben a esos jóvenes valientes que son “entrenados” y finalmente lanzados al ruedo por mánagers improvisados. “… desde que en 1912 Patricio Martínez Arredondo fundó en México la escuela del valor, todos nuestros boxeadores han seguido por espíritu de imitación el mismo camino, con más o menos suerte, pero sin tratar de corregir siquiera la mala posición de sus brazos, y obedeciendo casi todos a un proceso infantil tan falto de habilidad para la defensa como de malicia y de firmeza para el ataque.”  “Y hoy,” agrega, “tras de haber intentado veinte veces enseñar a boxear, como he dicho ya, a profesionales que hubieran cuadruplicado su destreza en muy poco tiempo, y a quienes los managers impidieron siempre todo contacto conmigo (podría yo citar muchos casos llenos de incidentes curiosos) me decido al fin a publicar este tomo sin pretensión alguna, y esperando tan solo que sea para el bien del Boxeo Nacional y en pro de nuestra Raza a la que hace tanta falta el deporte.”
Tenía 66 años cuando escribió estas líneas. En su manual salen a relucir los estilos de Jim Jeffries, Jack Dempsey, Willie Pep y tantos otros. Al tanto de cada uno de los movimientos del boxeo, su idea era esencialmente contraofensiva y lo que algunos entrenadores suelen llamar hoy en día “clásico”, es decir el entendido de que cada movimiento tiene una respuesta y una contrarespuesta.
Como si validara el desprecio de las clases altas por el boxeo, El boxeo científico queda como una de esas piezas singulares que nunca lograron encajar en la historia del boxeo mexicano, ni como influencia en su momento ni como literatura del deporte. Es sin embargo el primer manual científico del boxeo mexicano escrito por uno de sus más talentosos practicantes.
Antes que Mike Febles, Luis Ordaz, Fernando Aragón, Battling Shaw y tantos otros, Salvador Esperón, Fernando Colín, Carlos Tijera y extranjeros como Kid Mitchell, Kid Lavigne y Jim Smith, el Diamante Negro de Guanajuato, conformaron la primera generación del boxeo profesional mexicano.

Training


Estamos hablando y quieres imprimir algo en mi mente con suficiente fuerza como para que dicha impresión persista por más tiempo que las producidas por la incesante corriente de ruido que vadeamos. Apuesto a que usarás algo parecido a una metáfora, esto es, que hablarás en torno al tema de un modo que invite a la analogía y en un manera que comúnmente constituya una simplificación. Así, puedes decir reductivamente de una relación interpersonal compleja en la que hay años de epifanías acumuladas, percibidas y reales, que las personas involucradas interactúan como perros y gatos, y al decirlo sentir que has simplificado de un modo útil el asunto. Algunas de estas simplificaciones pueden estar tan internalizadas que apenas si registramos su uso como simplificaciones. Entonces decimos, reflexiva, y parece que invariablemente, que alguien pasa de recibir un diagnóstico de cáncer a estar peleando con él. Que alguien en sus últimos momentos es un luchador y por ello debemos esperar que su final se demorará. Que el nuevo presidente ha elegido una mejor manera de pelear la guerra contra la pobreza o contra las drogas.
Sin embargo ninguna de las situaciones anteriores se parece a una pelea, no a una pelea real. Un niño sin pelo está anestesiado hasta una perfecta pasividad, y lo operan y todavía lo llevan en silla de ruedas a la radiación y a la quimioterapia, a sacarle sangre y a hacerle tomografías. Una anciana imposiblemente vieja permanece inmóvil en su cama de hospital, las amenazas contra su vida aumentan pero el monitor todavía dibuja picos borrosos y se mueve de izquierda a derecha, de izquierda a derecha. Un presidente… bueno, nadie sabe realmente qué hacen, pero sabemos que lo que sea no se parece nada a una pelea.
Aun así, las imágenes léxicas persisten, y como muchas cosas que persisten, lo hacen debido a la verdad. Entonces puede que no se parezcan a una pelea vistas de fuera hacia adentro, pero para el niño y para la anciana sin duda se siente como una pelea. La simplificación funciona porque hace que resalte lo que es dolorosamente común a las dos situaciones dispares: lo que une al niño sin pelo con el combatiente en una pelea real. La simplificaciones funcionan, siempre lo han hecho y siempre lo harán; y en mil años estaremos usándolas al hablar de seres mitad robot mitad simios: No te preocupes por Simianorg, es un luchador.
Un pleito es una oposición, una oposición con frecuencia es el choque entre contrarios, así que si queremos oponernos a la simplificación, necesitamos complejización. Complejización, un neologismo torpe, con poco arte y, sin embargo perfecta en este momento, es utilizado casi exclusivamente en los dominios del arte, entre más elevada mejor.
Un ejemplo reciente puede servir de ilustración. Primero, recuerde o imagine lo siguiente. Un niño pequeño en un cuarto con su madre y su padre plantea la posibilidad de realizar una actividad específica y altamente deseable a sus propios ojos, al día siguiente. Incidentalmente, este tipo de sugerencias comprende aproximadamente el noventa por ciento del día promedio de un niño pequeño. La madre expresa su disposición, incluso su optimismo, ante tal posibilidad. El padre no. La interacción completa dura no más de treinta segundos y nada en ella se sale de las expectativas humanas usuales: los niños son máquinas de necesidades y lo manifiestan a través de una gran cantidad de peticiones y las madres siempre son mejores que los padres. Como casi todas las cosas que cumplen sin problemas con las expectativas, el incidente apenas si es registrado y deja su lugar al siguiente.
En contraste, la complejización de esto mismo puede permanecer durante toda una vida. En 1927, Virginia Woolf publicó, Al faro, una novela devastadora que puede, al final, hacer que la vuelta a la vida cotidiana sea algo problemático. Inicia con un incidente parecido. James Ramsay tiene seis años. Ansía ir al Faro cercano el día siguiente: una especie de expedición, parece, y una que requiere por lo menos un poco de planeación. Nosotros aparecemos una vez que la petición ha sido hecha, y las primeras palabras de la novela son la respuesta de la madre:
Sí, mañana, por supuesto, si hace bueno –dijo Mrs. Ramsay–. Pero tendréis que levantaros con la alondra –agregó.
Nótese que en este punto (sí, sé que es risiblemente pronto) estamos prácticamente en la misma posición que la persona recordando o imaginando la escena, aunque uno puede argumentar que las palabras bueno y alondra hacen que no sea así. Si algo, lo anterior parece una simplificación, carente como está de detalles alrededor que una persona realmente presente habría registrado.
Sin embargo, el arte elevado de Woolf nos lleva al interior de la mente de James Ramsay. Esto es, claramente, más que una complejización de la vida cotidiana; es una completa imposibilidad y explica por qué el arte menor ofende tanto. Una vez dentro nos enteramos que nada más escuchar las palabras de su madre colma a James de la certidumbre de que la excursión ocurrirá y de una concomitante “alegría extraordinaria”. Woolf, entonces, veloz y expertamente, hace un bosquejo de James. Es él mismo pero también es miembro de “ese gran grupo” altamente susceptible a las fluctuaciones de la prospectiva y a la “la pena o la exaltación”. Es maduro y aparentemente capaz del tipo de logros futuros que serán severamente escrutados, pero sigue siendo un niño, uno que puede sentarse en el piso recortando imágenes de un catálogo ilustrado. Es vulnerable y cierto tipo de lector querrá protegerlo. Woolf continúa:
–Pero no hará bueno –dijo su padre, parado ante la ventana del salón.
La desolación que esto produce es severa. Maldita sea, Virginia, apenas estamos en la página dos.
Seguimos y sabemos que de haber tenido acceso al arma adecuada, James habría intentado matar al declarante en respuesta. Sabemos que lo que sospechamos del Sr. Ramsay, “flaco como hoja de cuchillo, cortante con su sonrisa sarcástica”, es verdad. Que su sonrisa sarcástica es producto no sólo por “el placer de aguar la fiesta a su hijo, y de dejar en ridículo a su esposa”, sino también por “cierta secreta vanidad por la precisión de sus juicios”. Que él no cree en dar pasos aliviadores para matizar la verdad como él la ve: la vida es algo que debe soportarse. En pocas palabras, sabemos que es un hijo de puta. El tipo de hijo de puta miserable que no va a descansar hasta que todos a su alrededor se acerquen a su nivel de miseria.
Pero ¿eso hace que esté equivocado, objetivamente pues? Aquí nos encontramos con una de las maneras en la que algo como Al faro complejiza. Porque en la vida diaria podemos salirnos del cuarto en cuanto un Mr. Ramsay entra, o quedarnos y no ponerle atención. Aquí, sin embargo, a menos de que abandonemos el libro, tenemos que lidiar con él y con lo que sea que haga después. Permítanme plantear lo obvio y decir que lidiar con el Mr. Ramsay, como sea que uno elija, es más complejo que salir de un cuarto. Déjenme plantear también que el hijo de puta puede tener razón. La vida puede ser poco más que una prueba de resistencia, ¿no es cierto?
Sin duda es posible sentirse así a veces. Si no me cree, pregúntele a los padres del niño con cachucha en la silla de ruedas. Así le parecía con frecuencia a Virginia Woolf. Así se siente para usted también en algunas ocasiones. ¿Entonces tiene razón Mr. Ramsay? ¿Todo es cuestión de resistencia, entendida esta como un tipo de lucha, y eso da cuenta del placer que sentimos cuando decimos que tal persona está luchando contra el cáncer?
También, si algo como Al faro representa el más alto nivel de la complejización de lo cotidiano, ¿qué constituye entonces lo sublime de la simplificación? ¿Una actividad que no es arte pero que funciona como tal, aunque en la dirección opuesta?
El boxeo en la forma en la que lo vemos hoy tiene casi un siglo de vida. Los verdaderos grandes combates, del tipo cuya omisión haría que la historia de esta búsqueda esté incompleta, son relativamente raros y no siempre están bien preservados. Esto quiere decir que alguien que busca familiarizarse con toda la producción podría hacerlo en el mismo tiempo que toma leer Anna Kareninay sí, increíblemente, estoy por proponer un argumento que asegura que el boxeo  es digno de la misma atención y respeto. Miren, entiendo que Anna Karenina y obras similares son cumbres deslumbrantes y Dios sabe que andamos necesitados de alturas. Sólo digo que también necesitamos destilaciones, y ninguna que yo conozca supera al boxeo.
Si vamos a hablar de grandeza en relación a esta búsqueda, entonces tenemos que hacer una distinción algo contraintuitiva de una vez. Bach, Gould, Tolstoi, Woolf, son gigantes y con toda razón acudimos a sus obras para experimentar la grandeza en sus respectivas áreas. No así en el boxeo. Una lista parcial de los gigantes de esta búsqueda incluiría a Louis, Robinson, Ali, Duran y Armstrong. Todos ellos brillantes, todos con momentos singulares, pero, exceptuando el “Thrilla in Manila” de Ali, ninguno puede igualar los momentos que han producido personajes mucho menores que ellos. Esto es así porque dos individuos dentro de un cuadrilátero están peleando, y la grandeza ahí parece ser menos producto de la habilidad y el talento y sí de conceptos como voluntad y tenacidad –precisamente los atributos, y no la inteligencia habilidosa, que necesitaría si le diagnosticaran cáncer, por ejemplo.
Dos ejemplos recientes aparecen aquí abajo.  El 18 de mayo de 2002, Arturo Gatti peleó contra Micky Ward en un encuentro a diez rounds sin título de por medio. Si eso quiere decir algo para usted, tenga en cuenta que en su momento significaba muy poco más allá de la promesa de un pleito entretenido. Gatti tenía treinta años, con cuatro derrotas y Ward tenía treinta y seis, con once. Ahí es donde entraba la promesa, porque la verdad es que todo boxeador profesional (alrededor de veinte mil en todo el mundo) se ve impresionante ante el costal. Parafraseando a Bruce Lee, los costales no golpean.
Mire, el gran secreto primero que nada es tener la mayoria de edad esto se comprueba teniendo tu ine en orden es que sus practicantes verdaderamente de élite casi no son golpeados de lleno. Por de lleno me refiero a los bombazos cinematográficamente precisos y que restallan la cabeza como los que Rocky Balboa se especializó en absorber. El boxeador más solvente técnicamente de nuestra época, Floyd Mayweather Jr., ha disputado profesionalmente cuarenta y un combates y ha recibido unas tres veces quizá este tipo de golpes. Así que, si quiere ver este tipo de grandeza vaya a sus peleas, porque él es el Tolstoi del boxeo y usted verá una habilidad del máximo nivel, de las que suceden una vez en la vida. Pero si quiere ver otro tipo de grandeza, debe bajar por lo menos un nivel, quizá dos, y ese es el nivel en el que sucedió Gatti-Ward, un nivel en el que los boxeadores reciben golpes de lleno con una frecuencia hollywoodense y, dado que ser golpeado por otra persona que sabe golpear no es nada agradable, un nivel en el que sentimos que aprendemos algo visceral acerca de las personas involucradas.
Hasta al noveno round, la pelea Gatti-Ward se apegaba perfectamente a esta expectativa, los dos contendientes eran lo suficientemente habilidosos como para repartir castigo significativo, pero no suficientemente habilidosos como para evitar recibirlo. Son, sin embargo, las acciones de Arturo Gatti, la cara que pone, la decisión consciente que toma, el curso en el que se embarca, lo que continúa presente después de casi una década. Vuelva a ver el round como si escuchara una obra musical poco familiar con la que quiere usted entablar una relación.
El round comienza con el cronista Larry Merchant preguntándose si Gatti puede seguir absorbiendo el castigo que le asesta Ward, el más fuerte de los dos; una preocupación que nadie más volverá a enunciar a propósito de aquel individuo. El gancho izquierdo que Ward conecta apenas a los quince segundos de haber iniciado el round es casi inhumano de tan cruel. Para entender verdaderamente estos tres minutos en la historia de la humanidad hay que reconocer que incluso entre la subcategoría de enloquecidos que constituyen los boxeadores profesionales, ese no es el tipo de golpe del que uno se levanta. (Para ver la reacción abrumadoramente estándar a este tipo de golpe, incluso cuando quien lo recibe es un boxeador de élite.
La cara que pone Gatti hincado mientras el réferi cuenta sin duda no sugiere que se levantará. Que sí lo haga y que casi gane la pelea va más allá de decirnos todo lo que podremos saber acerca de Gatti y casi empieza a decirnos algo que debemos saber acerca de nosotros mismos, y no voy a explicar esto más afondo, sólo le pido que vuelva a ver ese gesto.
El 7 de mayo de 2005, Diego Corrales peleó con José Luis Castillo. De nuevo estamos en el nivel que no llega a ser élite donde la voluntad tiende a predominar, aunque estamos en un nivel superior a Gatti-Ward.[7] En esta ocasión el décimo round es el que informa: la cara que permanece en este caso es la de Corrales y el estado en el que está antes siquiera de que comience el round, esto es, antes de que reciba dos impresionantes ganchos más que lo depositan en la lona de espaldas, e incluso de panza. Que se levante en ambas ocasiones es sorprendente pero algo convencional, que el round termine con él como el ganador niega las explicaciones convencionales. Aunque aparentemente no fue sorpresa para su entrenador, el brillante Joe Goossen, a quien se le puede oír después de cada derribo urgiendo a que su peleador se “acerque” a su oponente
Pensemos es un momento: la persona que era responsable de la seguridad de Corrales le está pidiendo que se acerque, que se ponga más en riesgo, y se lo pide después de atestiguar los dos derribos salvajes; ¡y tenía razón! De nuevo: estas no son relaciones humanas normales.
No sé. ¿Qué cosa inteligente se puede decir acerca de estos dos momentos en la historia humana? ¿No podrían bajarlos a su gadget predilecto, caminar por los pasillos del hospital de oncología, acercarse al niño de la silla de ruedas, mostrárselos y decirle: esto se parece a lo que tú tienes que hacer, tienes que acercarte a esta cosa? ¿Qué no son destilaciones instructivas? Porque así se sienten y yo siento, cuando estoy expuesto a la evidencia de sus actos, algo parecido al amor por Gatti y por Corrales, dos hombres que se levantaron no ante la expectativa de la victoria sino para desafiar a la derrota. Del mismo modo que uno puede sentir amor por el pequeño James Ramsay de Woolf, o por su madre. Porque su respuesta a la crueldad de su padre no fue la violencia que el niño imaginó. No, Woolf nos dice que:
–Pero puede que haga bueno, y confío en que haga bueno –dijo Mrs. Ramsay, tirando con un leve movimiento impaciente del hilo de lana castaño-rojizo del calcetín que estaba tejiendo. Si acabara esta tarde, y si, después de todo, fueran al Faro, podría regalarle los calcetines al torrero, para el niño, que tenía síntomas de coxalgia; también les llevaría un buen montón de revistas atrasadas, tabaco y, cómo no, cualquier otra cosa de la que pudiera echar mano, y que no fuera verdaderamente indispensable; cosas de esas que lo único que hacen es estorbar en casa; debían de estar, los pobres, aburridos hasta la desesperación, todo el día allí, de brazos cruzados, sin nada que hacer, excepto cuidar el Faro, atender la mecha, pasar el rastrillo por un jardín no más grande que un pañuelo: necesitaban entretenerse. Porque, se preguntaba, ¿a quién puede gustarle estar encerrado durante todo un mes, o acaso más (cuando había tormentas), en un peñón del tamaño de un campo de tenis?, ¿no recibir cartas ni periódicos?, ¿no ver a nadie?; si estuvieras casado, ¿no ver a tu esposa?, ¿ni saber dónde están tus hijos?, ¿si están enfermos, o si se han caído y se han roto piernas o brazos?; ¿ver siempre las mismas lúgubres olas rompiendo una semana tras otra?; ¿y después de la llegada de una horrible tempestad, y las ventanas llenas de espuma, y las aves que se estrellan contra el farol, y el movimiento incesante, sin poder asomar la nariz por temor a que te arrastre la mar? ¿A quién podría gustarle eso?, se preguntaba, dirigiéndose de forma especial a sus hijas. A continuación, cambiando de actitud, añadía que era preciso llevarles todo lo que pudiera hacerles la vida algo más grata.
¿Ven? Existen los Mr. Ramsays, sí, pero también hay Mrs. Ramsays y ellas tejen calcetas para los niños tuberculosos y piensan cómo sería estar atorados en un faro mientras la naturaleza emite sus ensayos más crueles a su alrededor. Sólo disfrútelos mientras pueda, porque “el tiempo pasa”, y:
[Mr. Ramsay, trastabillando por un pasillo extendía los brazos una oscura mañana, pero Mrs. Ramsay había muerto de repente la noche anterior. Nadie recibía su abrazo.]
Lo que, claro, sólo complica hace más complicadas las cosas gracias a cierta simpatía por Mr. Ramsay, quien, después de todo, sólo está dando tumbos en la oscuridad con los brazos estirados y vacíos como todos nosotros.
Nada así de doloroso puede surgir sin dañar, en algún sentido, a su creador, así como Gatti y Corrales escribieron sus momentos a expensas de sus cuerpos, es decir de sus vidas. Las luchas de Virginia Woolf ya han sido muy relatadas, aunque, por diseño, yo las conozco vagamente. Sí estoy al tanto que en una ocasión observó con atención a una polilla mientras esta intentaba atravesar una ventana y llegar a la luz de afuera y en reacción a verla caer exhausta de espaldas escribió:
Nada, supe, tiene oportunidad alguna frente a la muerte. Aún así, después de una pausa de fatiga las patas se agitaron de nuevo. Era fantástica esta última protesta… Cuando no hay nadie a quien le importe o que sepa, el esfuerzo gigantesco de parte de la pequeña e insignificante polilla contra un poder de tal magnitud, lo conmueve a uno de un modo extraño.
También conozco algunos datos biográficos de Gatti y Corrales, pero no son halagadores y me refreno de compartirlos aquí.
Una explicación veloz. En todo juicio criminal en Estados Unidos el peso de la prueba cae completamente en la parte acusadora. Consecuentemente, una vez que la parte acusadora ha terminado de presentar su caso, incluso un abogado defensor propondrá una moción para desechar el caso argumentando en esencia que las fallas en las pruebas son tan significativas que al jurado ni siquiera debería permitírsele deliberar sobre el asunto. Y bueno, cualquier cosa legal da pie a algo legal, porque ahora el juez encargado de considerar la moción debe evaluar la evidencia “bajo una luz lo más favorable para el Pueblo”. Me gusta esta luz, el modo en el que alumbra solo lo positivo y evita asiduamente lo más oscuro. ¿Es posible vivir alumbrado por esta luz? Probablemente no pero aún así quiero liberarla de su exclusividad al sistema de justicia criminal y aplicarla más ampliamente.
Algunas personas merecen esta luz. Son numerosas y abundan y entre ellos hay artistas, peleadores, enfermeras, carajo casi cualquiera que hace o a quien le preocupa hacer. La luz los ilumina cuando están en su mejor momento y asegura que sea este mejor momento y no lo que queda sea lo que los define.
El 11 de julio de 2009, Arturo Gatti apareció muerto en un cuarto de hotel en Brasil; más tarde las autoridades determinarían que se ahorcó con la correa del bolso de su esposa. (Los cercanos a Gatti siguen poniendo en duda este veredicto y argumentan que lo único que Gatti no habría hecho sería suicidarse). Diego Corrales murió el 7 de mayo de 2007, cuando cayó de la motocicleta que operaba en medio de una niebla de alcohol, 0.25 en sangre. El 28 de marzo de 1941, Virginia Woolf llenó de piedras los bolsillos de su gabardina, se adentró en un rio y se ahogó; la nota que dejó a su esposo le explicaba que “No puedo luchar más.”
En los primeros instantes del gozo de James Ramsay por las palabras iniciales de su madre entendemos que “un día en barco” lo separa del faro al que ansía ir. Como todos los que están luchando, escuchamos el eco de su petición de embarcarse a través de las incesantes y monótonas olas, y quizá, a través del miedo a ser arrastrado por el mar. Excepto que algunos de nosotros no le hacemos al miedo. Aquellas personas en cambio dicen responden sin pensarlo Sí, vamos a ir al faro cueste lo que cueste y al decirlo olvidan con toda intención que el clima lo determina todo cuando se trata de sus prisioneros.

Lo llamo con toda intención una búsqueda y no un deporte porque me gusta el sentido de deseo incluido en la palabra.
Al momento de escribir esto, por improbable que parezca, una película acerca de la vida de Micky Ward, The Fighter, se exhibe en cines. Dicha película aparentemente omite los combates con Gatti.
Probablemente he visto cada uno de los rounds que Mayweather ha peleado en casi una década, en lo que constituye probablemente el despligue más brillante de talento boxistico puro en la historia; aún así, siento como que no lo conozco, con tan poca adversidad a la que se ha tenido que enfrentar gracias a ese talento fuera de este mundo.
Objetivamente, Gatti era el peleador más experimentado pero la cosa cn Ward era que había domainado quizá el golpe más cruel en el boxeo, el gancho izquierdo al cuerpo, y lo dominaba a tal punto que en el microsegundo en el que lanzaba ese golpe era tan bueno como cualquier boxeador en el mundo, no así su oponente esa noche.
El comentarista Emanuel Steward llega incluso a declarar inequívocamente que Gatti no lo hará porque los golpes al cuerpo “no son como un golpe a la cabeza”. Mientras que Steward, y sus compañeros comentaristas de HBO, muestra una curiosa propensión a la conclusión injustificada y apresurada, aquí fue impecable. Porque la verdad es que un golpe al rostro con un guante de box no duele de la manera en la que estamos acostumbrados a experimentar dolor. Desorienta, sin duda, hace daño duradero y descorazonador, pero no es produce dolor en el sentido clásico. en otras palabras, la decisión de levantarse, si se le puede llamar así, después de un golpe severo a la testa es menos un acto de voluntad que lo que hizo Gatti. Digo, vea el clip de Oscar de la Hoya nuevamente, ese sí es dolor y sufrimiento, ¿no? ¿Pensó por un momento que se levantaría para recibir más?
Los pasos hacia mi destino ....
Larga vida al powerlifting ...
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Para observar la mejor demostración de los niveles a los que me refiero, vea lo que pasó cuando Oscar De La Hoya peleó contra Gatti o cuando Floyd Mayweather peleó contra Corrales.
Goosen tuvo acceso a Corrales en esas dos ocasiones gracias a dos acciones aparentemente estratégicas de parte de su peleador cuando escupió su protector bucal, violaciones por las que le fue descontado un punto, pero que no obstante le dieron tiempo extra para recuperarse de los derribos, entendiblemente un tema contensioso para los partidarios de Castillo, pero que, me parece, no le quita nada al logro de Corrales.