sábado, 26 de enero de 2019

Andres Selpa EXTRAIDO DE INTERNET Enrico Palazzo


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Noqueado por la locura

|Por Tomás Torres|
Andrés Selpa fue campeón argentino y sudamericano de los medianos y mediopesados. Fue pionero en la autopromoción, cocainómano, peleó drogado y se recuperó para reconquistar los títulos a los 34 años. Es el hombre récord de sudamérica con 220 peleas. Tras retirarse cayó preso dos veces: por balear a un fotógrafo y por disparar siete veces contra su esposa. Escribió dos libros y poesías que no le dejó corregir a Borges. Fue paciente del Borda y fue, ante todo, uno de los boxeadores más polémicos de la historia argentina.
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¿Cuántas vidas puede soportar una vida? ¿Cuántas, sin cruzar el umbral de la locura? ¿Cuántas, sin tentar al plomo? ¿Cuántas, sin volverse la muerte misma? Para contar la historia del boxeador Andrés Antonio Selpa hace falta preguntarse demasiado y reflexionar sobre cuestiones que atentan, incluso, contra la propia moral. Es que la búsqueda para descifrar un viaje con tantas luces y sombras, el de un hombre capaz de amar, odiar y ser odiado en iguales proporciones, debe ser el resultado de otra exploración: la de uno mismo. También nace la necesidad de ir al encuentro con los protagonistas de sus historias, para que cuenten su versión de los hechos; el campeón argentino y sudamericano de los medianos y semipesados escribió dos libros que constituyen, hasta ahora, los únicos argumentos de una vida de película que, al sumarse los testimonios de sus hijos, alcanza el estatus de una ficción memorable, con hechos que rozan lo inverosímil y se contraponen, en más de una ocasión, con los crudos relatos de sus dos obras, escritas maravillosamente luego de haber sido una suerte de analfabeto durante más de cuarenta años.
Selpa nació en Bragado, Provincia de Buenos Aires, el 17 de enero de 1932. Fue el segundo de cuatro hermanos, su madre los abandonó, luego fue padre de siete hijos que tuvo con cuatro mujeres, se convirtió en boxeador profesional y fue cuatro veces campeón argentino de los medianos y tres veces a nivel sudamericano; con el boxeo se rodeó de amigos y ganó millones; fue adicto a la cocaína, peleó drogado, fue jugador compulsivo, mujeriego, violento con sus hijos y sus parejas; se quedó solo, fue peronista y Osvaldo Pugliese le compuso un tango; despilfarró todos los millones, fue pionero en la autopromoción de sus peleas (mucho antes que Bonavena y Alí), señaló récords de recaudación y convocatoria en noches de Luna Park enfrentando a Eduardo Lausse y es, además, el boxeador sudamericano con más presentaciones de la historia (220); dejó la droga y la fanfarronería, fue campeón argentino y sudamericano de los mediopesados a los 34 años y llegó a Estados Unidos a los 35, en su pelea 215, para enfrentar a Bob Foster. De regreso volvió a consumir, se retiró peleando por el título sudamericano, se dejó pegar, se dejó matar, sobrevivió; fue fotógrafo, escribió poesías, no dejó que Borges se las corrigiera, fue preso por balear a otro fotógrafo y liberado un año después; conoció al amor de su vida, escribió un libro, terminó el colegio primario a los 47 años y le pegó siete tiros su mujer; entre 1986 y 1992 estuvo cuatro años en Devoto y Caseros y escribió otro libro tras las rejas; cursó el secundario en la cárcel e hizo algunas materias del ingreso a la UBA; quería ser abogado, tuvo una hija que le cumplió el sueño y se hizo radical (porque Perón murió); fue paciente del Hospital Borda en tres períodos, dejó de mirar boxeo y anunció su extinción; en 2001 volvió a Bragado, fue internado en un geriátrico y falleció el 23 de enero de 2003, seis días después de haber cumplido 71 años, a causa de un derrame cerebral que derivó en un paro cardiorrespiratorio; tres de sus hijos asistieron al entierro, nadie escupió sobre su tumba y fue despedido como un campeón.
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Como los libros, las vidas necesitan de buenos comienzos. Los primeros para ser leídos y no devenir en pisapapeles; las segundas para crecer con aspiraciones de ser libres para pensar, hacer, amar y ser amados. Aunque no falten las excepciones, difícilmente quien haya sido criado sin amor ni educación sea, en su madurez, alguien capaz de sentir amor por los demás e incluso por sí mismo. En pocas (y mejores) palabras lo dijo el filósofo francés Jean-Paul Sartre cuando explicó que somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros. Y el cerebro humano, como una esponja imposible de saturar, absorbe en la infancia información que no puede ser desterrada jamás, ni siquiera por la llegada tardía de amor auténtico. Tan ausente como necesario fue el afecto que Selpa extrañó durante su juventud, desde que con los pies descalzos empezó a dar los primeros pasos en los campos de su Bragado natal.
Marcado por el abandono y en un entorno de pobreza absoluta que lo llevó a cursar la escuela primaria a cuenta gotas y a trabajar desde los seis años, Selpa tuvo un despertar de su vida demasiado hostil. Fue hijo de Pilar Salgado, hija a su vez del fundador de la Ciudad de Lobos, y de Andrés Rodríguez, quien en los albores de su mayoría de edad decidió inscribirse como Andrés Selpa en homenaje a su abuelo Pantaleón Selpa, poeta y recitador campero. Junto a sus tres hermanos Oscar, Juan y Omar sobrevivían en un construcción de ocho chapas de dos metros de alto y suelo de tierra, donde ponerse alpargatas constituía un lujo muy caro (“Valían 25 céntimos y mi papá no podía pagarlos”) y los asados eran cuentos de Julio Verne. Andrés comenzó a trabajar como lustra botas, aunque duró poco en ese oficio por la oferta de quince pesos que recibió para cuidar vacas y bueyes en su nuevo trabajo de boyero. El trabajo, penosamente necesario, dificultaba su permanencia en la escuela. Sobre todo cuando comenzó a hacerlo en las cosechas de maíz en junio y julio, cuando el frío congelaba hasta los huesos de un Selpita ya calzado en alpargatas propias pero insuficientes para combatir las heladas que lo dejaban al borde de la hipotermia y, como saldo por su ausencia, lo hacían repetir el primer grado. Sin embargo hubo un tiempo en el que retomó con seriedad los estudios, pero un nuevo golpe lo volvió a sacar del camino: dejó definitivamente el colegio cuando la maestra, de la que estaba enamorado, cambió a Bragado por Buenos Aires, en lo que fue la triste premonición de lo que luego marcaría cada uno de los pasos que dio y de las palabras que dijo hasta el día mismo de su muerte: el abandono de su madre. A partir de aquel momento tendría a Dios en la imagen de su padre, a una puta en la de su madre y, con la evidencia irrebatible del tiempo, en la de todas las mujeres que pasaron por él a lo largo de su existencia.Marcelo Boiroux
Luego le tocó a él emigrar hacia la Capital, con los puños llenos de sueños y de la mano de su padrino Raúl Boccardo. Pero también tenía 18 años y guardaba todavía una de sus ilusiones más grandes: la reconciliación con aquella rubia de ojos claros que ocho años atrás le había arrancado un pedazo del alma: “La mordedura del resentimiento, causado por el abandono maternal, hacía estragos en mi interior”. Andrés necesitaba de aquello para sobrevivir, porque se sabía indefenso ante la posibilidad de un nuevo rechazo. Fue entonces que por medio de la familia Devita, unos vecinos de Bragado, supo que su madre trabajaba como sirvienta en la casa de Atilano Ortega Sáenz, un hombre de la radio y el tango. “Finalmente me encontré frente a un portón de hierro y vidrio —cuenta en su primer libro Sin prejuicios—. Quedé allí parado, sumamente nervioso y con las manos temblando. Me atormentaban dudas e interrogantes; trataba de adivinar de antemano cómo estaría, y si se pondría feliz cuando yo, uno de sus hijos, la abrazara y besara. Desde el fondo del zaguán apareció una señora gorda, con la cabeza llena de rulos. Era ella. Corrí para abrazarla, besarla y volverla a abrazar. Ella se quedó estática y, tras la sorpresa, me impulsó hacia la vereda. Con evidente nerviosismo y casi sin mirarme, preguntó: ¿Qué hacés acá? Quedé perplejo. Descubrí que no había en ella ninguna emoción por mi presencia. Me dio a entender que no quería que nadie nos viera y me dio una dirección para verla en una hora determinada. Volví con el alma destrozada. Regresé a la casa de los Devita, abracé a Doña Carmen y me largué a llorar como una criatura”. Selpa reconoció en la cara de su madre a la muerte misma, para entonces él también morir un poco.
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Pasaron muchos años para que se repitiera un encuentro. El pibe ya no era tan pibe y decidió visitarla en la casa de San Miguel que junto a su pareja, con quien había huido sin dejar rastros, habían comprado a través de un crédito. Selpa afirmó que les entregó dinero suficiente para cancelar la deuda pendiente y que su madre, ya abuela de tres nietos por entonces, le pidió conocer a Liliana Beatriz, la primera hija del boxeador. Al poco tiempo la llevó y, al cabo de unos meses, se hizo cargo de su crianza. Sin embargo, la herida insondable del abandono jamás cicatrizó.
En una tarde de 1974 fue Liliana quien se encargó de llamarlo para comunicarle la noticia: su madre había muerto. Según el relato que consta en las páginas de Sin Prejuicios, Andrés estuvo apenas un minuto frente al cuerpo vacío de Pilar Salgado y se marchó, no sin antes concederle unas palabras redención: “Que dios te perdone, porque yo no puedo hacerlo”. Sin embargo, es uno de sus hijos mellizos, Andrés Raúl, quien cuenta otra versión de los hechos, quizás más fiel a su temperamento y al inmenso dolor que, hasta su propia muerte, no pudo suavizar. “Entró puteando, peleándose con todos sus hermanos y escupiendo el cajón”, afirma.
El fallecimiento de su mamá Pilar, lejos de apenarlo, fue un deseo postergado durante casi cincuenta años y que guardó hondo como uno de sus secretos más oscuros. Tal vez la fragilidad psicológica de sus últimos años, de los cuales pasó varios como paciente del Hospital Borda, propició la confesión: “Yo tenía unos 20 años y le di una pistola a mi padre. Era una Walter, alemana. Le di la plata para que viajara y la pistola: “Andá, viajá y matala”. Él me miró con dolor y sin palabras. No lo hizo; no se animó”.
—Fue la bronca más grande que tuvo mi viejo. Para él era una puta— cuenta Andrés Ezequiel, el último de sus siete hijos, que sentado en un sillón de su casa en Boedo habla por primera vez de la relación con su padre y deja ver en sus ojos la viva imagen de él.
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—Yo lo conocí a Selpa cuando ya él boxeaba profesionalmente. Conocía a su hermano Oscar que jugaba al fútbol. Yo era menor que ellos, de otra generación casi. Después, a los 15 ó 16 años, yo iba a practicar boxeo y Selpa volvía de vez en cuando y entrenaba con nosotros. Entonces un día nos pusieron a hacer guantes y a la primera piña me fui a mi casa. Porque el boxeador no se da cuenta, pero pega fuerte. Me metió una mano en la barbilla y ¡Paa! A la lona. Fue terrible, me dolía todo. Y allá en el pueblo era un ídolo total. Además yo tenía un programa en una red de parlantes, con parlantes en las esquinas, no sé quién escuchaba pero alguien debía escucharla porque el dueño ganaba guita. A mí me pagaban setenta pesos por mes, que para mí era una fortuna. Y después cuando peleó con (Rafael) Merentino lo fuimos a ver junto a muchos amigos. Parábamos todos en un hotel en frente al Luna Park que no sé si existe todavía, y ese día perdió. Perdió mal. Lo tiró siete veces, no estaba preparado, no pensaba en el rigor de esa pelea. Después hablamos con el mánager de él, Raúl Boccardo, y dijo: ‘Nos miraba a los del ring side como diciendo denme un palo para ver si le puedo pegar a este’. Lo quise mucho, lo aprecié mucho, era muy cálido y tengo de él un gran recuerdo.
Héctor Larrea atesora recuerdos de su infancia en Bragado y recuerda al boxeador con la ternura de quien habla de un niño. No faltarán, ni mucho menos, quienes lo hagan de la misma forma. Fuera del ring también despertó amores y odios en iguales proporciones, como si no existiera la posibilidad de emitir juicios imparciales sobre él. “Era un lindo tipo —continúa el legendario locutor—, le gustaban mucho las minas. Era un tipo buen mozo a pesar de estar golpeado como boxeador, aparte de cálido y buena gente. Era muy buena gente. Y las macanas que hizo fueron por los golpes, por el medio en el que se desenvolvía. Toda la familia de Selpa era buena gente. Un día lo invité a Radio Continental, ya pasado el tiempo, y hacíamos con Mario Sánchez un juego, una ficción de pelea interna, entonces estábamos discutiendo en broma con Sánchez, todos los días era lo mismo y nos divertíamos mucho. Él creyó que era una pelea en serio y dijo: ‘Ah, yo me voy. Hay un mal ambiente’. Y se fue y no pudimos hacer la nota”.
A lo largo de su carrera en la radiofonía supo acompañar en varias oportunidades las batallas del mejor boxeador de la ciudad. En su libro, Selpa lo evocó con cariño y hasta, en ocasión de su derrota con Merentino, le ofreció unas disculpas por haber subido al ring excedido de peso y haberse dejado caer siete veces, para luego levantarse en cada ocasión: “Larrea también creyó en mi guapeza. Yo pensaba que los había defraudado a todos”.
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Selpa se pasea por Corrientes y Bouchard con su semblante de guerrero y la fama que lo respalda. Lleva el pelo teñido de un blanco que lo hace parecer un septuagenario, lejos de los treinta que en verdad carga. Va solo; no necesita a nadie más. Faltan poco más de veinticuatro horas para que combata otra vez en el Luna Park, será su pelea 122, la decimoquinta de la temporada de 1960, aunque no la última. Para no perder la costumbre, Andrés anda de malas: la plata no le alcanza para pagar la pensión, lo amenazan con correrlo, debe mantener a una mujer oficial, a sus novias y a sus hijos; unos meses atrás había ganado 270.000 pesos en una pelea, lo suficiente para comprarse media docena de departamentos, pero los dilapidó esa misma noche en el casino de Mar del Plata junto a veinte amigos temporales. Ahora necesita pelear para comer y el llamado de Tito Lectoure a comienzos de diciembre le cayó como una bendición, a pesar de que tuviera que cambiar a la ciudad costera, en vísperas del estallido veraniego, por el gimnasio que tanto lo espanta. Arregló el 29% de la recaudación y necesita que el estadio explote. Y entonces ahí va caminando por el centro porteño, bolsa repleta en la mano. Como antes de cada presentación, el boxeador monta el circo: es un maestro de la autopromoción. Sus rivales son víctimas de insultos y amenazas en radios, diarios y revistas, los pelea en público, se tiñe el pelo de verdes y blancos y se anda de acá para allá vestido de zapatos de charol, traje azul marino, sobretodo negro, camisa blanca con moñitos, guantes color patito y el sombrero orión de los magnates. Esta tarde estrenará otra estrategia: entregará personalmente un folleto que anunciará la muerte de su rival de mañana, Juan Carlos Rivero.

RIVERO: ¿QUIÉN ES RIVERO?

¿QUIEREN VERLO MORIR?

¡VENGAN EL SÁBADO AL LUNA PARK!

FIRMA: ANDRÉS SELPA.

La bolsa está vacía. Selpa se queda charlando con la gente en la vereda del estadio; son los mismos que mañana entonarán la canción que el Cacique de Bragado necesita para sentirse vivo: “SELPA, HIJO DE PUTA, LA PUTA QUE TE PARIÓ”. También son los que, en caso de salir victorioso, le estrecharán la mano y rendirán culto a su bravura sobre el cuadrilátero. Y a él le encanta. Le gusta ser el villano. El público necesitaba uno y él se los dio. Lo odian. Lo aman. Lo quieren ver perder y se regodean de ello. Pero lo quieren ver ganar, para putearlo un poco más.
Y entonces camina hasta la casa, se cambia la pilcha y se va para cualquier bar a escuchar un tango, a tomar y tomar; de eso y de aquello. Total el trabajo ya está hecho. A la noche siguiente llegará al Luna Park, sonreirá al ver el lleno total, subirá al ring sabiéndose ganador, perderá esta vez, pero le importará un carajo. Agarrará los billetes que desaparecerán como si nunca hubieran existido, y en dos semanas deberá pelear de nuevo, porque él y su familia tienen que llenarse el estómago, porque tiene un vicio que alimentar, que sabe luego dejará por una noche y le alcanzará para noquear a cualquiera.
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La carrera profesional del Cacique de Bragado se repartió mayormente entre Mar del Plata, el Luna Park y, en sus inicios, en una larga campaña en Paraguay que se extendió entre 1951 y 1953. La campaña paraguaya fue lo que Héctor Larrea supo definir como una carnicería, que a pesar de todo le calzó muy bien al púgil que daba sus primeros pasos en eso de ganar plata a fuerza de puños: apenas perdió una pelea de dieciséis y se dio el gusto de compartir una velada con José María Gatica; incluso pelearon contra el mismo rival (Ernesto Tello) con una semana de diferencia e igual resultado: nocaut. Con las victorias también empezaron a crecer los amigos alrededor suyo como los hongos después de la lluvia, y hasta era invitado a reuniones de familias de la más alta alcurnia, como aquella en la mansión de la familia Zajer, dueños de una sedería en Asunción, a la que asistió con su mánager: “Ángel Sotillo me hizo un curso acelerado de urbanidad y buenas costumbres ¡Pero qué modales se le podían pedir a un paisanito, a un muchachito de campo que se las arreglaba desde siempre como podía!”.
Cuando regresó al país sentó su base en Mar del Plata y allí fue protagonista de la refundación de una de las plazas más importantes del boxeo nacional de la mano del promotor Juan Pathenay. En el Estadio Bristol realizó combates memorables ante Ubaldo Francisco Sacco, Antonio Cuevas, Aquiles Gregorutti, Tito Yanni y, ya en el ocaso de su carrera, Miguel Ángel Páez, entre otros. La primera de aquellas guerras en ese “viejo galpón de tranvías que estaba en Avenida Luro y España” fue con victoria ante Sacco, en 1954. Tres años después, en el mismo estadio, defendió ante el propio Sacco la corona argentina y sudamericana de los medianos que le había arrebatado a Eduardo Lausse en 1956. “Terminé una pelea por el título en Mar del Plata —recuerda Selpa—, y cobré una bolsa aproximada a los cien mil pesos. Después de la pelea me fui al casino. A la mañana siguiente le pedí prestado al empresario Pathenay dinero para pagar el hotel y regresar a Buenos Aires”. Más tarde en aquel 1957 volvió a retener el cinturón ante Tito Yanni, pero al año siguiente, en la tercera y última pelea con Lausse, fue despojado de sus títulos por conducta antideportiva: al término del combate que vio al Zurdo ganador por puntos, el Cacique se recostó en el cuadrilátero para recibir las monedas que volaban desde las elitistas sillas del ringside: “Bueno, ¿y qué otra cosa iba a hacer? La lluvia fue tan nutrida que, a pesar de tener todavía puestos dos guantes, me senté en la lona y recogí todas las que pude agarrar”.
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Es cierto que fue en sus derrotas cuando Selpa sacó a relucir todo lo oscuro de su personalidad avasallante y fanfarrona. Sin embargo, estos episodios no hubieran existido si no hubiese sido, al mismo tiempo, un boxeador excepcional, con condiciones naturales inimaginables para triunfar, con el más mínimo esfuerzo, en el deporte de los puños. Es que sabía a ciencia exacta que entrenándose durante una semana, sin fumar ni drogarse, estaba en condiciones de ganarle a cualquiera. Y lo demostró en 1956, cuando fue de punto a una velada en Bahía Blanca. El rival sería Eduardo Lausse, campeón argentino y sudamericano de los medianos, además de un hombre que era todo hidalguía. Quien manejaba por aquellos tiempos los hilos de la carrera de Andrés era Lázaro Koczi, mánager de José María Gatica durante la década anterior. Básicamente, al comunicarle la noticia a su pupilo, Koczi intentó explicarle que el Zurdo necesitaba de un cualquiera para ratificar en suelo argentino la impecable campaña que había realizado en los Estados Unidos y que lo había posicionado como uno de los serios candidatos para disputar en un futuro cercano el cetro mundial de los medianos. Del otro lado del teléfono, sin embargo, Selpa gritaba, saltaba y repetía: “¡SOY EL FUTURO CAMPEÓN!”. Aunque en verdad no habría título en juego, el bragadense sabía que de ganar forzaría una pelea por la corona, y elaboró una estrategia para ello. “Sinceramente —dijo— yo sabía que con diez días de preparación no me ganaban ni dos Lausse juntos”.
Cuando llegó el día asistió a una entrevista en una radio local, donde fue consultado por sus anteriores duelos con el Zurdo, algo que en verdad jamás había ocurrido y que sirvió de pie para que Selpa mostrara su mejor faceta de promotor: “¿Usted piensa que si Lausse hubiese peleado conmigo sería el campeón?”. Por la noche le pidió a su rincón que le vendaran mal una de sus manos, a lo que accedieron sin entender mucho. Al tiempo que los boxeadores fueron llamados al ring, Selpa acusó un dolor en un puño y pidió que le revisaran el vendaje para confirmar, tal como lo había planeado, que no estaba en condiciones. La puesta en escena demoró casi media hora el inicio del combate. Para entonces, el muy cabal Lausse estaba convertido en una bola de nervios y hervía de la bronca. Al final de la pelea los jueces vieron ganador al bragadense en las tarjetas y se concretó uno de los más grandes batacazos del boxeo de aquellos tiempos.
Pocas semanas después viajó hacia Buenos Aires para firmar el contrato que establecía que, con fecha del 13 de octubre de 1956, Andrés Antonio Selpa y Eduardo Lausse pelearían en el Luna Park en disputa de los títulos argentino y sudamericano de los pesos medianos. Antes de la reunión visitó a Lázaro Koczi que, a dos meses de la victoria en Bahía Blanca, continuaba estupefacto con la derrota de Lausse.
—¿Cómo hiciste para ganarle al Zurdo?
—¡Peleando!
La revancha entre el ídolo consagrado y el villano en ascenso hizo que las boleterías del Luna Park fueran arrasadas y se superara así el récord de asistencia y recaudación de la época. Además, unos días antes del combate, Koczi lo había llevado a un bar de la calle Florida para presentarlo ante un periodista legendario: Félix Frascara.
—¿Es usted secretario de redacción de El Gráfico? — preguntó Selpa.
—Sí, lo soy.
—¿Por qué no me pone alguna vez en la tapa de la revista? Es mi sueño de pibe, ¿sabe?
—No puede ser, porque sólo aparecen los campeones.
—Es que en cuatro días voy a ser campeón….
—Veremos, veremos…
Efectivamente, tal como lo había anticipado, Selpa noqueó a Lausse, se coronó campeón y se ganó un lugar en la portada de El Gráfico. Además, con la bolsa de 75 mil pesos se compró su primera casa en Mar del Plata, aunque luego, víctima de él mismo, debió venderla para comer.
A pesar de la rivalidad sobre el ring, con el paso de los años estos dos se harían grandes amigos. Eduardo Lausse fue uno de los pocos que dejaría verse luego de ahuyentada la nebulosa de fama y falsas amistades de la cual el boxeo había hecho rehén a Selpa.
—A nosotros dos —dijo Lausse— jamás nos separó ninguna diferencia o enemistad. Todo fue una rivalidad deportiva, que a veces la gente, en su pasión, llevó a otros terrenos. Siempre nos respetamos y fuimos amigos.
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El Cacique fue padre de cuatro varones y tres mujeres. La primera, Liliana Beatriz, fue fruto de su relación con Amelia. Luego nacieron los mellizos Andrés Raúl y Andrés Antonio, hijos de Nora, de la que a su vez había adoptado a una hija suya de otro matrimonio, Norita, como su propia hija. Más tarde se enamoró de Martha, se radicó en Buenos Aires, y de allí nació María Andrea, la hija que le cumpliría su sueño de ser abogada. Del matrimonio con María del Carmen Quagliaro, su gran amor, surgieron dos nuevas vidas: Carla Andrea y Andrés María. Y el último, el más chico de los Selpitas, Andrés Ezequiel, vino al mundo del vientre de Sandra Turallas. Además, mucho antes de que Amelia diera a luz a Liliana, Andrés visitó Paraguay, donde tiempo atrás había protagonizado una campaña larguísima, y se reencontró con una novia de antaño: “María me presentó a un nene morochito, de cabello enrulado, pidiéndome que lo tuviera en brazos. Lo tomé y ella afirmó: ‘Este es tu hijo’. Yo me sentía morir. Convinimos en que el pibe se parecía a mí, y hablamos de un próximo encuentro, pero ella nunca más apareció”.
Los flashes y las multitudes cedían, las noches de alcohol, cocaína, chicas fáciles y malas juntas terminaban en confusos amaneceres y los amigos de paso, que apenas extendían una mano para tomar billetes y con la otra le clavaban puñales en la espalda, se marchaban. Andrés debía convivir cada día entre la fantasía y la realidad; entre ser el campeón y ser Selpa, de carne y hueso, hijo, padre, esposo y amante. En ese mundo real, donde las luces del ring se apagaban, el boxeador se quedaba solo. Solo con sus debilidades y enfermedades, solo en su ignorancia y en el dolor perpetuo del abandono. Es que la ausencia de amor en su niñez lo había convertido en alguien incapaz de discernir entre lo bueno y lo malo y lo verdadero y lo falso del querer. En el hogar, aquella frontera entre el amor y el odio se transformaba en un terreno difuso, donde su locura, hija de la fama y la incultura, lo llevó a transitar por los lugares más oscuros. De aquello quedan sus testimonios, que sus hijos ahora ratifican, refutan y aumentan, evocando con alegría y tristeza el recuerdo del padre que disfrutaron y padecieron, que aman y que odian, como no puede ser de otra manera cuando de Andrés Selpa se trata.

“La gente es mentira, la gloria es mentira también, lo único que sigue es la familia. Yo no quiero más todo eso. Me emborraché de todo eso”.

Andrés Ezequiel es el menor de los siete hermanos. Nació en 1984 del vientre de Sandra Turallas, pero no conoció a su padre hasta los cinco años. Durante su primer lustro de vida el ex boxeador cumplía la condena en la cárcel por haber baleado a su mujer María del Carmen Quagliaro. El parecido físico con su padre lo hace a uno ponerse en guardia; es un Selpa de pura cepa. Pero acá no hay trompadas ni gastadas y, aunque acepta orgulloso algunas herencias, elige tomar distancia de muchas otras: “Quiero tener muchos valores de él, pero otros no. Tengo muchas cosas parecidas. ¿Cómo lo podés querer tanto? Me pregunta Carla, mi hermana. Pero voy creciendo y aprendiendo, y ahora que soy papá veo las cosas desde otro punto de vista. Yo sé todo lo que tengo que hacer: lo bueno y lo malo, para no equivocarme como él. Mi papá tuvo muchos errores y en algunas cosas fue bastante hijo de puta, pero él siempre tuvo amor por sus hijos, quizás no de la mejor manera que uno como hijo espera que un padre te dé amor. Pero el tipo mataba por nosotros. Y de hecho casi mata. El problema de mi viejo era cuando estaba borracho y drogado. Ahí patinaba. Porque si no era un tipo agradable para hablar, muy culto. Hablaba mucho de historia: de los Mayas, los Aztecas, los Incas, de Napoleón, del César, de Perón. Él me decía que quería que yo fuera abogado, y que estudiara. Que nunca robara; odiaba a los chorros. Les tenía bronca”.
Hasta que cumplió los cinco años tuvo una familia normal: vivía con su madre, con su papá Pedro y sus tres hermanos, hijos de un matrimonio anterior de Pedro. Sin embargo, un día cualquiera mientras miraba la televisión, el mapa de su mundo cambió por completo: “Un día veo a un viejo hablando por la tele y mi mamá me dice: ‘¿Sabés quién es ese tipo? Ese es tu papá’. Ah, ¿mi papá no es Pedro? Le dije, y ahí me contó. Ya lo había visto, pero no tenía noción, era muy chiquito. Mi mamá me llevaba a la cárcel, pero no tenía noción. Un día me dijo si quería conocerlo y cuando Andrés salió de la cárcel nos encontramos”.
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“A todos nos dejó cicatrices este tipo —continúa Ezequiel—. Pero yo estoy tranquilo en mi conciencia de que él se murió y yo lo amaba. No estaba más enojado con él, ni le deseaba más la muerte. Cuando tenía diez años decía: ‘Hijo de puta, morite’. Tenía motivos para odiarlo. Es que cuando Pedro se separó de mamá yo me volví muy rebelde, salía del colegio y llegaba tres horas después, andaba en la calle. Entonces un día Pedro llama a mi papá y le dice que no me puede tener más porque me iba a pasar una desgracia, y él le dice que me lleve, que él era el padre. Así que me fui a vivir con Selpa a los siete años. El primer día que estuve con él me dio un traje, saco, corbata, zapatos y me dijo: ‘Cambiate Andresito que nos vamos’. Esa noche me dejó en un instituto de menores en Parque Chacabuco. Él tampoco podía vivir conmigo; trabajaba, hacía sus cosas. Decía que iba a hacer caso ahí adentro. Entonces la primera experiencia con él fue que me mandó a un instituto de menores, ¿cómo no le voy a desear la muerte desde mi cabecita de niño?”
“Después me visitaba, pero yo no lo quería ni ver. El tipo llegaba siempre pintón, siempre pulcro, y todos los nenitos iban a abrazarlo; llevaba facturas para todos, juguetes… ¡Que hijo de puta! Psicópata. Ahí lo odiaba más. Las celadoras se mojaban con el viejo, no sé si tenían fantasías o qué, pero se volvían locas. Tenía facha el hijo de puta; unas manos así, una espalda así.
“En el instituto cumplí los ocho años y entonces te preguntaban si querías pasarlo con tu mamá o tu papá. Yo lo quería pasar con mi mamá, pero hablé con ella y me dijo que mi viejo había ido a la casa con un revólver y le dijo que si pasaba el cumpleaños con ella la iba a matar a ella y a mí. No le conté nada a las celadoras porque tenía pánico, pero les dije que había cambiado de opinión y que quería pasarlo con mi papá. Estaba loco. Ahí te das cuenta. Era algo ‘romántico’. La amenazó con matarla pero porque quería pasar mi cumpleaños conmigo.
¿Cómo no desearle la muerte? La pregunta flota en la conversación como un recuerdo demasiado doloroso. Ezequiel cuenta por primera vez todo aquello que le quema por dentro. No sabe qué decir. No sabe cómo explicar que quería que el viejo desapareciera del mundo, pero que con los años llegó a amarlo como sólo se puede amar a un padre. Es que por cada Selpa malo había uno bueno, y no puede evitar recordarlo en aquellos momentos cuando, libre de la locura de la que estaba preso, mostraba su costado más entrañable: “Con mi papá íbamos a ver peleas a la FAB y al Luna Park. Me hubiera gustado ir a la cancha con él, pero yo era de River y él de Boca, aunque se hizo de Chacarita e iba a verlo: te puedo asegurar que se murió siendo hincha de Chaca. También íbamos a comer mucho afuera y si venía un nene a pedir plata lo sentaba en la mesa a comer con nosotros. Yo me moría de celos. En su momento me daba vergüenza caminar con él, porque para hacer una cuadra tardabas un montón, lo paraba todo el mundo. Y él ya estaba de vuelta. El tipo había peleado en los ’50 y ’60, y después fue noticia por cosas nada que ver con el deporte. Era como un villano querido. Era el Guasón. Mucha gente no lo quería, pero esa gente lo saludaba.
“Lo feo que tenía mi papá fue que era un tipo violento. No sé si fue la vida que lo hizo así, si fueron los golpes que lo hicieron así, pero era violento. Si no era un tipo hermoso, cálido, que te abrazaba y lo sentías. El tipo te daba todo, si te tenía que dar una casa te la daba. No era malo.
“Durante mucho tiempo le tuve bronca a mi papá. Primero le tenía miedo cuando era chico, pero después le tuve bronca, hasta desearle la muerte. Después cuando fui creciendo me di cuenta de que el tipo estaba enfermo. Por la droga, por haber estado tan arriba y tan abajo, por haber tenido tantos amigos y de repente quedarse solo en la vida, porque su mamá lo abandonó y lo dejó con un montón de hermanos y él tenía que bancar la olla.
“Tuvo muchas cosas malas pero no dudo ni un instante del amor que nos tenía a nosotros. Fue un loco lindo. Pasional. Si te quería iba a dar todo por vos. Pero no lo traiciones porque no te hablaba más. Era muy buen tipo. Patinó en cosas, pero yo estoy muy orgulloso de mi viejo. No por el boxeo de mierda este, sino por él. Al margen de todo.
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A fines de la década del ’50 sobrevino la debacle absoluta en su carrera profesional. Preso de su adicción a la cocaína y empeñando cada centavo ganado en bares, mujeres y fiestas a las que asistían gente del hampa porteña como Bebe Guido, Villita y el Turco Abud, debía conseguir que le programaran una cantidad ridícula de peleas: en 1959 combatió 18 veces, en 1960 lo hizo en 17 oportunidades y en 1962 alcanzó el peligroso récord de 21 presentaciones: “Yo trabajé desde los seis años. A los 14 años pude terminar el tercer grado. No había tiempo, sabés… después vino el boxeo. Y vino por vocación, porque lo sentía, porque me gustaba de alma. Allí empecé a ganar plata. A vivir. Y me reí de todos. Me burlé de todos. Hice lo que quise. Quemé fortunas en el casino y me olvidé de la familia. Y siempre tenía una pelea más. Una pelea que había que hacerla porque no me quedaban fichas, porque ya debía a cuenta de lo que iba a cobrar. Me empeñé mil veces. Y mil veces pedí prestado. Total, yo sabía que pronto había otra pelea y otra, y otra… ¿No ves que llegué a las doscientas?”.
Luego le siguieron años no menos agobiantes en los que, sin embargo, a veces no tenía ni para comer. En 1960 alcanzó el súmmum de su cocainomanía cuando quiso saber cómo era subirse a un ring luego de consumir: “Llegué a pelear contra Hugo Daniele totalmente drogado y sin haberme entrenado ni un solo día. En el cuarto round el corazón me latía a una velocidad increíble, yo no entendía nada. Le metí un cabezazo y pararon la pelea”.
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En enero de 1965 enfrentó a un joven Carlos Monzón en Mar del Plata, en una pelea que terminó empatada en puntos. Dos meses después fue visitante del luego rey mundial de los medianos y cayó por puntos en Santa Fe: “Me robaron la pelea y cuando volví a Mar del Plata me enteré que el desgraciado de Amílcar Brusa no le había enviado el adelanto de cinco mil pesos para Martha, como habíamos arreglado, debido a lo cual ella y los chicos pasaron necesidades”. Ese año, Selpa decidió dejar las drogas y retomó los entrenamientos, con Lausse como ayudante, para volver a ser campeón. El 4 de diciembre de ese año, en su pelea 202, el Cacique derrotó a Miguel Ángel Páez y obtuvo el título argentino de los semipesados. Para aquel entonces el boxeador ya no se teñía el pelo ni despotricaba a sus rivales en los medios de comunicación. En 1966, con 34 años, volvió a apoderarse del cetro sudamericano, esta vez de los semipesados, y se convirtió en el primer argentino en conseguirlo en esa categoría. Al año siguiente, en su pelea 215, llegó por primera vez a pelear en suelo estadounidense y fue cuando experimentó, también por primera vez en su vida, una situación real de fuera de combate ante el campeón mundial Bob Foster. En Nueva York conoció a Jack Dempsey y al Madison Square Garden, y en Washington, donde peleó el 27 de febrero ante Foster, demostró en una conferencia de prensa un poco de su mejor repertorio.
—¿Cómo hará para pegarle Foster, que mide un metro noventa y tres…?— le preguntó un periodista.
—No se preocupen por la estatura; es mejor, porque cuando se caiga hará más ruido— respondió el argentino.
—Con esta respuesta se parece usted a Cassius Clay— acusó el reportero, refiriéndose a la actitud pedante y ya famosa del mejor boxeador de todos los tiempos.
—Vea, amigo periodista, cuando yo empecé a hablar de esta manera ¡Clay estaba todavía en la escuela primaria! ¡Yo soy el creador de la autopromoción!— sentenció burlón, fiel a su estilo.
Argumentos no le faltaban como para adjudicarse tal título, a pesar de que luego debió tragarse las palabras por una mano que lo arrojó temporalmente a las tinieblas en el segundo round, con la suficiente potencia como para devolverlo rápido a Sudamérica. A la vuelta al país volvió a consumir cocaína, realizó cuatro combates más en 1967 y sólo ganó uno. El 17 de febrero de 1968, en su presentación 220 (136-51-30 y 3 sin decisión), se las tuvo que ver ante Páez por el título sudamericano que le había arrebatado cinco meses atrás. Antes de la pelea, Selpa le advirtió a un amigo suyo, el juez Sturla, que esa sería su última función en el ring y —deseaba— en la vida: quería que el rival lo asesinara. Aquella noche en Mar del Plata, luego de once rounds en los que no había ocurrido demasiado, el otrora campeón salió al último asalto con el único propósito de dejarse pegar: cruzó los brazos en su espalda y seis golpes después cayó noqueado. En el vestuario recibió la visita de Sturla, que había visto el paupérrimo espectáculo desde algún lugar del ringside, y cuando lo tuvo cara a cara le dijo de todo y le recordó sus responsabilidades como padre. Pero el Cacique se sacó los guantes y, sin darle mucha importancia a las palabras del juez, los colgó en un rincón. Con la angustia de quien se sabe derrotado y sin rumbo, le puso fin a su historia: “Doctor, esa fue mi última pelea”.
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Durante toda su etapa de profesional tuvo que vivir al día, peleando para comer, porque los millones se le iban en los vicios. “Hable usted a los gritos cuando pasa un automóvil a 130km por hora al lado suyo, y averigüe después qué le entendió el conductor”, trataba de explicarse. Selpa se fue del boxeo más pobre que cuando había empezado; no sólo no tenía plata, sino que acumulaba deudas y ya no disponía de su única fuente de trabajo. En esa nebulosa debió atravesar los que fueron años de incertidumbre y depresión, en los que barajó más de una vez la posibilidad de meterse una bala en la cabeza o saltar desde el balcón de alguna de las pensiones del centro porteño por las que merodeaba junto a su familia. Para cuando colgó los guantes era propietario de un departamento que debió vender al poco tiempo para sobrellevar los gastos. Entretanto había empezado a escribir poesía, un sueño postergado por los contratiempos de su vida de boxeador, y un buen día decidió que el escritor Jorge Luis Borges debía ser el hombre del prólogo para aquel libro en el que reuniría sus mejores versos. Por eso se presentó en su casa, con la poca vergüenza que lo caracterizaba, y se anunció ante la señorita que le abrió la puerta explicándole que venía de Bragado para ver a José Luis.
—¿Cómo José Luis? ¡Se llama Jorge Luis!— exclamó la muchacha.
—A mí me gusta más José que Jorge. Además soy muy amigo de él— le explicó Selpa, que apenas si lo había visto un puñado de veces e intercambiado algún diálogo mientras el escritor regresaba a su casa desde Radio Nacional. Pero de alguna manera logró convencer a aquella mujer y esperó en un sillón que Borges regresara.
Cuando el autor de El Aleph cruzó el umbral de su casa se topó con la sonrisa del ex boxeador. Lo recordaba, por supuesto. Entonces Andrés le explicó el motivo de su visita y el director de la Biblioteca Nacional le pidió que le recitara alguna de sus obras, aunque a la segunda estrofa lo interrumpió:
—Vea, Selpa, no se vaya a enojar, pero usted todavía es muy joven para que yo le haga un prólogo a sus versos. Si usted quiere, pase un día por la Biblioteca que voy a corregírselos.
—No, muchas gracias. Yo, Don José Luis, puedo corregírmelos solo— sentenció orgulloso el ex campeón de los medianos.
Con los años se arrepentiría de aquella contestación atrevida, pero ya sería tarde. Sin embargo, el propio Borges evocó alguno de sus encuentros con el boxeador en el libro “Siete conversaciones con Jorge Luis Borges”, de Fernando Torrentino, bajo el título de Una feliz errata de Andrés Selpa: “Una vez me encontré con un boxeador, creo que se llamaba Selpa. Me reveló su existencia y me abrazó. Yo me sentía ligeramente incómodo, pero al mismo tiempo agradecido ¿no? Selpa, en vez de llamarme Jorge Luis Borges, me llamó José Luis Borges, y yo me di cuenta que no era una equivocación sino una corrección. Porque Jorge Luis Borges es muy duro; en cambio, José Luis Borges suena mucho más atenuado. ¿Por qué repetir un sonido tan feo como orge? Creo que no urge repetir el orge ¿no? Creo que, a la larga, yo voy a figurar en la historia de la literatura como José Luis Borges”.
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Pero su vocación poética no le daba de comer en absoluto y debía conseguir una manera de generar ingresos. Por eso se asesoró con un amigo fotógrafo y, tomando prestados todos los ahorros que su esposa Martha tenía en el banco, compró un equipo profesional para dedicarse al nuevo oficio que lo llevaría todas las noches a recorrer restaurantes y bares, y que luego lo tendría, gracias a sus amistades con Tito Lectoure y Roberto Galán, como fotógrafo oficial del Luna Park y de los programas del locutor y presentador televisivo.
—La gente le pedía fotos porque era Selpa —dice Andrés Ezequiel—, pero el hijo de puta nunca entregaba las fotos. No sabés la cantidad de gente que llamaba para reclamarlas. Las tenía, no es que los cagaba. Las tenía en una mesa todas desparramadas, pero no las entregaba. Si alguno consiguió la foto fue un milagro; que la conserve como oro. Las revelaba en una casa de fotos que quedaba en Solís y Moreno, yo lo acompañaba.
El primer domingo de julio de 1973, Selpa cometió uno de los errores más grandes de una vida llena de errores. Unos días antes había tenido una discusión con otro fotógrafo que estaba trabajando en el mismo bar que él, y aquel domingo volvió para sacarlo a patadas de su territorio. Andrés increpó al hombre que, lejos de sentir temor, lo desafió.
—Si sacás una foto más, ésa será la última de tu vida— lo amenazó el ex boxeador, mientras el fotógrafo daba algunos pasos para salir al patio del restaurante y retratar a un nene.
En ese momento, enajenado por la ira y la cocaína, sacó el revólver y sin pensarlo le disparó en un muslo. El día anterior, Selpa le había prometido a Martha que iría al lugar para matarlo. El hombre se quedó inmóvil, y entre gritos y lamentos, recibió otra bala en el cuerpo cuando vio de nuevo el caño apuntándole directo a la cabeza. Se echó a correr, Selpa disparó un tiro al aire y finalmente huyó. El fotógrafo sobrevivió y, a los pocos días, el Cacique fue detenido y sentenciado a dos años de prisión. Fueron 317 las noches que pasó entre Devoto y Caseros, en las que se sintió un extraño, como invitado a una fiesta a la que no pertenecía. Ahí dentro todo comenzaba a pudrirse; incluso él. En su estadía de “preso por accidente” —como lo calificaría él mismo— vio miseria, violaciones y muerte. Su peor momento lo pasó con la llegada de Héctor Cámpora a la presidencia de la Nación, el 25 de mayo de 1973, y la promesa de amnistía para todos los presos políticos del país. Es que los días pasaban, las liberaciones no se hacían efectivas y la impaciencia explotó en un botín sangriento. Selpa fue testigo de cómo un viejo, acusado de buchón, fue atravesado con una lanza improvisada de casi un metro de largo. El final de la condena le llegó en una medianoche helada de agosto de 1974; con lo que tenía encima salió a pie de Caseros, solo con su alma, y algunas horas después se encontró de nuevo ante la puerta del viejo hotel de la calle Florida, como un perro que regresa a casa luego de haberse extraviado por mucho tiempo.
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El ex boxeador se levanta de la cama y le cuesta más que después de una trompada de Bob Foster. Tiene 54 años, vive temporalmente con su hija Liliana, su yerno y los cuatro nietos en San Miguel. Es 14 de junio de 1986 y Andrés quiere ver a sus hijos. Por eso de despereza, come con la familia y, poco antes de que el reloj señale la una de la tarde, agarra una campera y sale de la casa. Es sábado, en la calle hay pocos autos, pero cuando llega a Liniers, donde Carmen Quagliaro vive con sus padres y sus hijos Carla Andrea y Andrés María, se topa con camisetas y ríos de gente que caminan hacia el estadio de Vélez Sarsfield: en algunas horas, Banfield y Deportivo Italiano jugarán un partido decisivo por el ascenso a Primera División del fútbol argentino. Selpa se desvía por Elpidio González hasta la intersección con Ruiz de los Llanos y se frena justo en la puerta de la casa. Hoy Carmen aceptó que su ex pareja vea a sus hijos sin la custodia de una asistente social. Es que al ex boxeador ninguna le viene bien, dice que le pasan malos informes al juez cuando lo único que hace es jugar con los hijos, y encima les tiene que pagar de su magro bolsillo.
La puerta se abre y del umbral de la casa salen Carla y Andrés María, con toda su inocencia revoloteando en el aire. Selpa viste un traje impecable que no acostumbra a llevar en ocasiones como estas, a pesar de su estampa y su extrema pulcritud.
—Papi, ¿te vas a una fiesta?— le pregunta Carla, mientras advierte el saco beige.
—Sí, hija.
Desde adentro de la casa los padres de Carmen aguardan impacientes y ella observa estoica en la entrada cuando Carla se le trepa por la espalda al padre, que con un movimiento la tira para atrás y le dice que no, que hoy no le hará caballito. Los ojos de Andrés ahora están inmóviles, con la vista fijada, mientras su mano recorre el saco con la velocidad de antaño y desenfunda un revólver calibre 32 que quiebra el ambiente con ocho explosiones. Andrés María sale corriendo, pero Carla se queda estática mientras le grita papi no, pará, pero observa aquello que le hierve en la mirada y sabe reconocer el odio. Ahora Selpa no sabe si cumplir con lo que se prometió: primero la mataría a ella y luego se quitaría la vida. Pero no, no tiene el coraje suficiente, como no lo ha tenido durante tantos años en los que puso el arma en su mano para tentar al plomo; en el fondo es un cobarde que no mataría ni a un ternerito. Pero la locura lo embarga. Es un nene atrapado en el cuerpo de un hombre. Es un hombre atrapado en la mente de un loco. Mientras busca la salida, en el piso se desangra María del Carmen, perforada por siete balazos. Sobrevivirá. No lo perdonará. Pero lo seguirá amando.
Selpa se va para ninguna parte y sube a cualquier colectivo. Quiere escapar, pero no sabe cómo. Está en estado de shock, por eso de la cobardía. Se baja y está perdido, pero algo se le ocurre y toma el primer taxi que ve. Minutos después está entrando a la redacción del diario Crónica, se saluda con un periodista amigo y apoya el arma sobre la mesa. Confiesa y necesita un consejo. Es un niño que ha cometido una travesura. El periodista le recomienda que se entregue a la policía y el ex boxeador acepta que es la única opción. La cárcel volverá a ser su casa.
—Mi mamá fue el gran amor de su vida —cuenta Carla Andrea en un café de Versalles, a treinta años y pocas cuadras de aquella tarde—. En ese momento ella le dijo que si se enteraba de que la engañaba lo iba a dejar. Al poco tiempo llamaron por teléfono a mi casa y era la familia de la mamá de Ezequiel diciendo que la hija, que era muy chiquitita (tenía catorce años), estaba embarazada. Ellos reclamaban porque pensaban que mi viejo estaba forrado en guita. Mi mamá se quedó dura, dejó todo y nos fuimos a vivir con sus padres y le dejó el departamento para él. Mi viejo no se bancó que mi mamá lo dejara y ahí empezaron los problemas. Cuando ya estaban separados ella aceptó que él viniera a visitarnos a la puerta de la casa de mis abuelos sin asistente social; un gran error de mi vieja. Ella jamás le negó vernos. Y esa tarde vino pasado o trastornado, sacó un arma y le pegó siete tiros. Yo pensé que la había matado. Mi vieja está viva de casualidad. Fue un milagro.
“Le tuvo mucha bronca a las mujeres por la vida que llevó y por haber crecido con mucho resentimiento por el tema de la madre. Eso no lo pudo superar nunca. Mi viejo adoptó a mi vieja como a su mamá, no como su mujer. Mi vieja siempre me habló maravillas de él. Nunca me habló mal. Jamás, jamás, jamás. Siempre dijo que era un enfermo. Podría haber hablado, la quiso matar, pero nunca me dijo nada. Creo que ella se enamoró realmente de él, profundamente. Era el amor de su vida. Pero era un amor enfermo. Si mi vieja en algún momento pensó algo feo de él, nunca me lo va a decir. Después de que estuvo con él no quiso volver a formar pareja, quedó muy marcada.
“A él nunca le tuve bronca; era angustia. ¿Por qué me tuvo que tocar a mí esto?, me preguntaba. ¿Por qué no me tocó un papá normal? Pero fue lo que me tocó y las experiencias te van enriqueciendo. Era un inadaptado social, no tenía conducta, era un resentido. Nosotros no tenemos la culpa de eso, pero la ligamos de rebote. Su bloqueo sentimental con respecto a su mamá no le permitió querer a nadie. A la única que llegó a querer quizás un poquito, porque le dio una vida como le podía dar una madre, fue a mi vieja.
“Yo no le deseé la muerte. Con el tiempo y con mucha terapia entendí que hizo lo que pudo, pero no dio lo mejor. Desde algún punto, a todos nosotros, nos cagó la vida. A todos nos golpeó de alguna manera diferente. Fue un papá difícil, agresivo, poco cariñoso. Un tipo que quiere a sus hijos no hace las cosas que hizo, como lo que le hizo a Ezequiel, por ejemplo. Entiendo que lo hizo para cuidarlo, porque él no podía cuidarse ni a sí mismo.
“Cuando falleció sentí un alivio. Se había ido una etapa de mi vida, aunque en realidad nunca se cierran esas heridas y hay que seguir trabajando. Al entierro no quise ir. De él tengo todos recuerdos tristes, de violencia. Era loco… Era buen tipo… Bah, buen tipo… Con la familia fue un hijo de puta.
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De su padre, los hijos heredaron pocas cosas. Ezequiel el peronismo (una imagen de Evita lo custodia desde una biblioteca), el temperamento y su semblante; Carla niega todo, aunque admite que es calentona y que no pudo haberlo recibido de otra persona que de su padre de sangre; pero Andrés Raúl, uno de los mellizos, fue el único que siguió los caminos del Cacique en el ring. “Mi padre no me pidió nunca que yo encontrara al boxeo —dijo Raúl en una entrevista que dio junto a su padre y Eduardo Lausse—. Lo hice por mi propia voluntad. Sé que tengo un nombre que defender y, perdiendo o ganando, tengo el propósito de hacerlo. Es como si hubiese recibido un encargo de mi hermano mellizo, Andrés Antonio, y de mis dos hermanas menores. Algo así como defender o prolongar el prestigio boxeril de la familia, pero siendo yo mismo. Hijo de Andrés Selpa, una figura importante en el boxeo argentino, pero con mis propios medios y esfuerzo”.
“Andresito me lleva la ventaja de llegar al boxeo cuando posee un nivel cultural superior —continuó el campeón argentino—. En este sentido siempre me he esforzado por darle a todos mis hijos lo mejor para que sepan luchar en la vida con menos riesgo y sacrificios que yo. Ellos, y sobre todo para la solidez moral que necesitará Andrés Raúl en su vida de ring, tienen la fortuna de disponer del apoyo de una plataforma hogareña real, donde todo se basa en el amor y la comprensión, gracias a ese ser maravilloso que es la madre de ellos”.
Lo cierto es que el pugilato de Andrés Raúl no se extendió mucho más que el invicto de seis peleas que tenía al momento de la entrevista. Lo que sí duró hasta la actualidad fue su residencia en Mar del Plata, ciudad en la que su padre realizó la mayor parte de su carrera profesional, y desde allá es que vuelve a hablar sobre él.
“Poder comprenderlo me llevó varios años. Y sí, ciertamente nos marcó a cada uno de nosotros. Yo llegué a ser y sentirme amigo en su adultez. En mi adolescencia tuvimos varios episodios no gratos. Luego lo comprendí ya sin juzgarlo y menos condenarlo. Fue como pudo ser, como lo era dentro del ring. La vida era juego y pelea, dentro y fuera del cuadrilátero, y así la vivió y sintió, fiel a su instinto.
Andrés Raúl y Andrés Antonio tuvieron, como todos sus hermanos, infancias complicadas. A ellos les tocó el Selpa campeón, lleno de amigos y mujeres, adicto al juego y a la noche, millonario y pobre. La vida de la familia que completaban sus hermanas Liliana, Norita y su esposa Nora era de pensión en pensión, hasta que con la famosa pelea con Eduardo Lausse pudo hacerse dueño de una casa propia. “Todo era vivir el día a día —recuerda Raúl— y dilapidó una fortuna de tres millones de dólares en no más de dos años. Estaba loco, desquiciado, cegado de poder y de droga”.
En el primero de sus libros, bajo el subtítulo de Patente de incendiario, Andrés cuenta cómo terminó prendiendo fuego el departamento que alquilaba en Mar del Plata, luego de que la propietaria del edificio les cortara el gas por una denuncia de desalojo pendiente: compró leña, kerosene y amenazó a la dueña para que le devolviera el suministro. De lo contrario, la vivienda ardería. Cosa que ocurrió minutos después. Lo que omite el boxeador en aquella historia es que, al momento del incendio, sus hijos estaban adentro de la casa. “Mi viejo quiso matar a sus hijos más grandes. Incendió la casa con los chicos adentro”, dice Carla. “Es verdad —admite Raúl—. También nos colgó desde un noveno piso de los pies. Igual lo que hizo no fue de maldad. Fue de ignorancia, primero, y luego de locura pura. Pero no de maldad. Hizo lo que pudo con los medios intelectuales que tuvo. Fue un buen tipo y eso es todo. Mi hermano se casó con el mar, se hizo capitán de pesca, y es puro resentimiento aún. Pero Liliana y Andrea lo adoran. Y yo también”.
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Los últimos años de la década del setenta, mientras el país estaba sumergido en el terror de la dictadura, fueron de renacimiento para el ex boxeador devenido en tirador y convicto. En 1976 conoció a quien le transformaría su vida, al menos por un ratito, en un jardín repleto de flores. María del Carmen Quagliaro fue quien motivó a Andrés a terminar la escuela primaria como abanderado a los 47 años, para dejar atrás más de 40 años de un alfabetismo parcial. La experiencia educadora lo vinculó con los libros, la historia y la escritura en prosa, que había florecido mucho antes en forma de poesía, pero que había madurado hasta convertirse en el libro de su propia vida. Aquella de la que ahora renegaba y ofrecía a todos como una lección para aquellos que se veían golpeados por los mismos males. Aquel es el libro de un arrepentido, de un hombre que ha madurado a fuerza golpes, disparos, calabozos y, al final de todo eso, de amor verdadero. “Era ignorante —recuerda—. Si a mí me preguntaban quién era Sócrates yo respondía: ‘No sé, nunca peleé con él’. Ojalá yo hubiera sabido quién era Freud cuando lo tenía todo”.
Pero Selpa, en realidad, nunca pudo escapar de sí mismo. Por eso volvió a consumir cocaína y sexo fácil, y el trabajo en la noche y en la televisión no eran buenos consejeros. Por un tiempo fue un hombre correcto, que por el día estudiaba y por la noche trabajaba. A su edad, en verdad, constituía un ejemplo de perseverancia y recuperación digno de ser imitado. ¿Por qué tropezar de nuevo con la misma piedra? ¿Por qué, Andrés, desperdiciar todo aquello que habías logrado con tanto esfuerzo? La historia que sigue ya les es conocida: volvió a drogarse, embarazó a una adolescente, le pegó siete tiros a Carmen y pasó cuatro años preso. Tras las rejas terminó el secundario, que había comenzado en el Colegio Nacional Nº13, y escribió su segundo libro, además de probar suerte con algunas materias de la carrera de abogacía.
En su segunda etapa carcelera, como cuando estuvo recluido por balear al fotógrafo, se sintió como sapo de otro pozo. “Estoy en el celular Nº4, de la planta 5 —relata Selpa en el libro Preludio de un destino—. En estos cuatro meses he cambiado cuatro compañeros de celda. Leiva, acusado por tenencia de drogas; Pardelian, por usar cheques sin fondo; R. Warniquer, por portar pastillas alucinógenas de 500mg.; y por último un personaje que se jactaba de ser ladrón y conocer todas las cárceles del país y de Sudamérica, como si fuera su casa paterna. Él es uruguayo, se llama Ángel Montenegro. Estuvo conmigo unos tres meses. Últimamente había visto que yo era un gil y ya no compartía mi punto de vista sobre el modo de conducirse, así que se piró a otra celda. Quedé solo. A decir verdad no tan solo: tengo fotos de mis hijos y un póster gigante del general Juan Domingo Perón”. Entre 1986 y 1992 estuvo cuatro años preso; salió nuevamente arrepentido, dispuesto a darle un vuelco definitivo a su vida de excesos y violencia. Se encontraba escribiendo su tercer libro autobiográfico, Todos hacen leña del árbol caído, pero volvió a tropezar y nunca más recuperó la cordura ni aquellos papeles. En 1994 fue internado en el Hospital Neuropsiquiátrico Borda tras una denuncia de su mujer María Angélica Goñi. En 1995, luego de estar un día afuera, su nueva mujer, Olga Cuiña, lo volvió a internar. “Decía incoherencias, le salía espuma por la boca y le pegaba a quien se acercara”, dijo.
“De grande me fui a vivir a Córdoba, en el 2001 —cuenta Andrés Ezequiel—. Ese año, en junio, lo fui a visitar al Borda. Salimos a caminar por ahí, nos fumamos un pucho, hablamos. Se acordaba de mí, porque por momentos se ponía ido. Se quedaba colgado, preguntaba qué día era. Calculo que era por los golpes y por las pastillas que le daban para sedar a ese león. Inclusive en un momento lo cambiaron de pabellón porque descubrió a uno revolviéndole la riñonera y lo molió a golpes. También tenía un distintivo del Partido Radical; él era peronista, pero cuando lo visité me dijo que era radical ‘porque el peronismo murió cuando murió el General’. Y esa vez fue la última vez que lo vi con vida. En el 2002 no lo vi, porque fui al Borda a visitarlo y ya no estaba”.
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A pesar de sus más de sesenta años y a casi tres décadas de su retiro, el ex boxeador seguía siendo entrevistado por los medios, interesados más en su locura que en el púgil que había sido. “Acá hay tipos que se hacen los locos para tener comida y una cama, porque no tienen dónde estar —contó en una entrevista en 1997, en el tercer período de internación en el Borda—. Estoy como Jack Nicholson en ‘Atrapado sin salida’ que entró normal y salió loco. Y acá, como siga así, voy a salir loco yo también. Porque esto da para eso y no para otra cosa. Ignoro a los locos. A todos les digo que sí. “Sí, sí, tenés razón”, les digo. Porque si no tenés que discutir como un loco y eso es muy feo. Los locos me dan lástima. Todos los demás no vienen, porque soy un desgraciado. Por eso digo que estoy sepultado en vida. Siento como que estoy muerto”. Dos años más tarde, mientras transitaba su última estancia en el Borda, le concedió una nota a Carlos Irusta en la que diría que nunca dudó de su locura.
En 2001 volvió a Bragado, fue internado en el geriátrico “La casa de mis abuelos”, y falleció el 23 de enero de 2003, seis días después de haber cumplido 71 años, a causa de un derrame cerebral que derivó en un paro cardiorrespiratorio. Andrés Selpa murió en su tierra, rodeado de su gente; allí se transformó en calle; Osvaldo Pugliese le escribió un tango; fue campeón argentino y sudamericano en dos categorías; es poseedor del récord sudamericano de peleas (“21 años como profesional, 220 combates, 1862 rounds, 5466 minutos, tres días, tres noches y 23 horas y media”, detallaba siempre); fue amado y odiado; nació pobre, llegó a millonario y murió pobre; vivió como pudo y dentro de esas posibilidades vivió como quiso, muriendo acaso sin saber que su manera de amar no era más que otra forma de golpear hasta el nocaut.

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